Sobre la ira de Dios

Muchos hablan y escriben como si la ira de Dios, tantas veces mencionada en las Escrituras, fuera un fallo de apreciación de hombres primitivos y groseros, incapaces de entender que Dios es amor. Supongo que hablan así para tranquilizar sus atormentadas conciencias. En el fondo, y por mucho que les avergüence, tienen miedo de Dios.

Pero cuando ese Dios, que es amor, viene al mundo en Cristo, para sorpresa de pusilánimes, habla también de la ira de Dios: El que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

Aclaremos conceptos sin tergiversar las Escrituras: la ira de Dios no es fruto de un «enfado divino» por el que el Altísimo lance rayos contra sus enemigos. La ira de Dios es la terrible ausencia de su Amor. Y pesa sobre cuantos huyen de ese Amor venido del cielo, igual que las tinieblas pesan sobre cuantos huyen de la luz.

El que cree al Hijo lo mira enamorado. Y esa mirada orienta sus pasos hacia la vida. El que no cree al Hijo, al darle la espalda a la vida, queda mirando hacia la muerte. Y no se salvará si no se convierte.

3 comentarios sobre “Sobre la ira de Dios

  1. Hablar de la ira de Dios en las Sagradas Escrituras, y muy especialmente en el Antiguo Testamento, es hablar del “celo” que tiene para con los seres humanos cuando desobedecen y se alejan de Él, como de su justicia que aplica a los que ya no tienen corrección alguna.

    Las Sagradas Escrituras no hay que interpretarlas solamente desde el punto de la Fe y la Razón (teología), sino también desde una perspectiva personal y existencial. Es el lenguaje que ha usado Dios para todos los seres humanos de todos los tiempos. Su lectura lenta, asidua y profunda nos toca lo más íntimo de nuestro ser, a saber: nuestro corazón. Pero una lectura rápida, superficial y arrogante, nos precipita en un abismo de contrasentidos.

    Dios ha hablado a la humanidad y ésta tiene que aprender a escucharle. Este es el trabajo de toda una vida, multiplicada por todos los seres humanos.

    En una ocasión leí un comentario de San Agustín sobre el origen del primer pecado del hombre en el Paraíso. Anterior a esto, yo entendía que el primer pecado de Adan y Eva fue la “desobediencia a Dios”. Pero jamás pensé que Adán, encarado por Dios de su falta, le echara la culpa a Él y no a sí mismo o a su mujer: “la mujer que “me diste” me dio la manzana del árbol prohibido” (Génesis 3, 12). Y este fue el segundo pecado cometido en el Paraíso, a saber: la soberbia.

    Y es que para el soberbio, todo lo que Dios hace es malo. Y de allí se sigue que Dios responde con su enojo: “Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa…” (Gen.3, 17)

    Los males que tendríamos que afrontar los seres humanos desde entonces, serían un producto de su desobediencia y soberbia y no de una venganza divina. .

    La ira de Dios no hay que entenderla ni como un odio malicioso al estilo de la “menis” griega, ni como un capricho celoso al estilo del Dios babilónico; es provocada por la rebelión del ser humano por el olvido de su origen. Los castigos que Dios manda a la humanidad no son más que la reacción divina ante el mal actuar de los hombres. Invertir este orden es querer convertirse en Dios. Los males que muchas veces nos pasan, desde el punto de vista de la fe, no son más que “bendiciones disfrazadas”, correcciones paternas o el justo castigo a la maldad.

    Dios ha mostrado su ira a lo largo de la historia de la humanidad con pestes, guerras, huracanes, terremotos, maremotos, hambre, dictaduras, etc., pero detrás de todos estos acontecimientos su misericordia y su justicia infinita se han hecho sentir, tanto a los buenos como a los malos. Es, en cierto sentido, la revelación del “amor santo” que Dios tiene a la humanidad. Despreciarlo nos acarraría trágicas consecuencias para nuestro destino eterno en la otra vida. No se castiga sino a quien se ama.

    En la persona de Jesús la ira de Dios se manifiesta a la manera humana. En unas condiciones impera con violencia contra el Diablo (Jn 11,3); en otra contra los fariseos (Mt. 12, 34; 23, 33) y contra los cambistas del templo (Mc.11, 15). “En Jesús -dice Leon-Defour-, se han encontrado los poderes del amor y de la santidad, tanto que en el momento en que la ira descarga sobre el que “había venido a ser pecado” el amor sale triunfante”.

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  2. Comencemos por definir la palabra “ira” en referencia a Dios. La mayoría de nosotros piensa que la ira es un estado en el que una persona está fuera de control. Es cuando la persona pierde el control.

    Lanza palabras fuertes y puede inclusive recurrir a la violencia. Pero esa no es la idea bíblica. La palabra griega que se usa más a menudo para hablar de la ira de Dios no es la que se refiere a un impulso de enojo que pronto se pasa, sino a una firme y definida oposición a todo lo que es maligno. La ira de Dios nunca es impulsiva, no se debe a la falta de control, y tampoco es fuera de proporción a una situación.

    La ira de Dios es la contraparte natural de la Santidad de Dios. No podemos decir que Dios es puro y Santo y creer que Dios no odia el pecado. Si Dios no odiara el pecado, no podría ser santo.

    ¿Cómo podría Dios, siendo lo máximo en santidad, mirar con igual satisfacción la virtud y el vicio, la sabiduría y la estupidez? ¿Cómo podría El que es infinitamente santo pasar por alto el pecado y no manifestar su severidad hacia él? ¿Cómo podría aquel que se deleita sólo en lo que es puro y tierno, no odiar lo que es inmundo y vil? La misma naturaleza de Dios exige que así como existe el cielo, también exista el infierno.

    La ira de Dios es parte esencial de su justicia. Si Dios va actuar con justicia, tiene que castigar la impiedad con la severidad apropiada. Si alguien que tú amas es brutalmente asesinado, y el asesino sólo recibe una multa, tu no pensará que se está haciendo justicia. Dios tampoco se puede encoger de hombros frente al pecado.

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  3. Nadie quiere ser objeto de la ira; y mucho menos de la de Dios. Entiendo por qué algunas personas se sienten incómodas acerca de este tema. Por causa de la condición moral y espiritual de la raza humana, todos merecemos y somos por naturaleza objeto de la ira de Dios (Efe. 2:3). Vivimos en una era de sentimentalismo y permisividad, que hace difícil aceptar la realidad de la ira de Dios. Por lo tanto, algunos tienden a redefinirla, al enfatizar que Dios es amoroso por naturaleza, y sugieren que el amor de Dios y su ira son incompatibles. Pero la realidad es que la ira de Dios no puede ser borrada de las Escrituras. Deberíamos mantener esto en mente cuando discutimos este importante tema.

    1. La ira divina y el enojo humano. El enojo y la furia humanos no pueden ser utilizados como un modelo de referencia para la interpretación y el entendimiento de la ira de Dios. Nuestro enojo es irracional, y nos daña a nosotros y a los demás. Expresa nuestra pérdida de autocontrol o nuestra falta de dominio sobre nuestras emociones, y revela nuestro deseo de controlar a los demás a cualquier costo. Es una expresión del deterioro y del desequilibrio que el pecado ha causado en nuestro ser interior, y que hace que nos sea imposible coexistir con los demás en una relación armoniosa. Por otro lado, la ira de Dios no está contaminada por el pecado y, por lo tanto, está bajo el control del poder del amor. Su primera intención es sanar, procurando la restauración del orden dentro de su creación (Heb. 12:6; Apoc. 20:15-21:11).

    2. La ira de Dios y el pecado. La ira de Dios no parece ser un atributo permanente de su naturaleza; es decir, algo que por naturaleza caracteriza constantemente a Dios y a sus acciones. Dado que su ira no es irracional, siempre existe una razón para ella o algo que la provoque (Deut. 4:24). Es provocada por el pecado y es, fundamentalmente, su reacción ante la presencia irracional del pecado y del mal en la vida de sus criaturas, y en el mundo creado (Rom. 1:18). En consecuencia, su ira es momentánea, y llegará a su fin una vez que sus buenos propósitos sean alcanzados. Está en marcado contraste con su amor, que dura para siempre (Isa. 54:8).

    3. La ira de Dios es escatológica. Siendo que la ira de Dios es una manifestación de su voluntad de restaurar el mundo a su orden, armonía y justicia originales, es fundamentalmente un evento escatológico (Rom. 2:5; Apoc. 16). Puede ser adecuadamente llamada como «la extraña obra» de Dios (Isa. 28:21). En ese momento escatológico, la totalidad de la ira de Dios se revelará (Apoc. 15:1), y todos recibirán de acuerdo con sus obras. No es una autodestrucción personal o una fuerza impersonal que actúa sobre los pecadores y Satanás. Dios participa activamente, al ponerle personalmente un punto final al pecado, con el fin de restaurar la armonía cósmica que él estableció en el principio.

    4. La ira de Dios dentro de la historia. Aunque es, fundamentalmente, un evento escatológico, la ira de Dios ya está presente, en algún sentido, en este mundo (Rom. 1:18). A veces, consiste en entregar a los pecadores al poder del mal (vers. 28). Otras veces, Dios interviene directamente y castiga a los pecadores que no se arrepienten (Gén. 6:17) o quita su poder controlador sobre la naturaleza, lo que tiene como resultado la destrucción y la muerte (Gén. 19:24, 25). Estas expresiones históricas de la ira de Dios establecen límites a la incursión del pecado en la sociedad o entre su pueblo (Éxo. 32:11), y tienen una intención redentora.

    5. La ira de Dios y nosotros: La ira de Dios contra el pecado humano revela su lado afectivo. Indica que toma al pecador seriamente, que no nos ignora incluso cuando estamos en rebelión contra él. En otras palabras, toma nuestras acciones tan seriamente, que al reaccionar ante ellas con su ira nos está mostrando su deseo de interactuar con nosotros. Ignorar a las personas muestra irrespetuosidad y ausencia de amor; cuando Dios reacciona ante nuestro pecado, nos está diciendo claramente que somos importantes para él, que no nos abandona fácilmente, que la relación aún no se ha terminado. El amor de Dios y su ira no son incompatibles.

    6. La ira de Dios y la salvación. La ira de Dios no es el destino inexorable de los seres humanos, a menos que ellos lo elijan. Jesús «nos libra de la ira venidera» (1 Tes. 1:10), al tomar sobre sí mismo, como nuestro sustituto, la maldición de la Ley (Gál. 3:13). Nosotros, que hemos sido justificados por fe, ¡»seremos salvos de la ira»! (Rom. 5:9). Gracias a Cristo, ya no somos más hijos de la ira. ¡Alabemos al Señor!

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