Razones para la mortificación

unnamedToda la vida del cristiano se dirige y se desarrolla en un contexto de unión con Dios en Jesucristo, de manera que pueda llegar a decir con san Pablo: «con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). Dentro de esta perspectiva, la mortificación es una práctica ascética que mueve al cristiano a abandonar, corregir, renunciar a cuanto en su modo de ser, en su actuación, pueda ser obstáculo para crecer en el amor a Dios y al prójimo. 

Desde el pecado original «ningún ideal se hace realidad sin sacrificio» y por eso «el camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cfr. 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas» (CCE, n. 2015). De ahí que san Josemaría llegue a afirmar: «Sin mortificación, no hay felicidad en la tierra», y «Un día sin mortificación es un día perdido» (S, 983, 988).

El fundamento de la mortificación y la penitencia ha de ser la expiación , que a su vez nace del encuentro con Cristo en la oración: «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en «tercer lugar», acción» (C, 82). 

Resulta difícil entender la mortificación y la penitencia sino se entiende que la expiación nos sitúa ante el núcleo mismo del mensaje cristiano: ante la realidad del Hijo eterno de Dios Padre, que se hace hombre para asumir sobre sí el dolor y la muerte, y de esa forma expiar los pecados de la humanidad entera y abrir a los hombres las puertas del cielo; y, en dependencia a la invitación dirigida al cristiano por el mismo Cristo para unírsele y participar de su Cruz redentora: «el que quiera ser mi discípulo que cargue con su cruz y me siga«.

Razón de amor. Recordemos el dicho castellano: Amor con amor se paga; y es que en verdad «el espíritu de mortificación, más que como una manifestación de Amor, brota como una de sus consecuencias» (S, 981). «El amor verdadero exige salir de sí mismo, entregarse» (F, 28). Para amar y saberse amado hay, paradójicamente, que salir de uno mismo, que olvidarse de uno mismo y abrirse al otro. Esto es así porque la mortificación comienza y se origina en el núcleo central de la personalidad: en el yo más recóndito, donde tiene lugar la verdadera unión e identificación con los deseos salvadores del Señor.

A continuación pongo este texto extraído del Diccionario de san Josemaría voz Mortificación:

Motivos para la mortificación

Motivos que hacen necesaria la mortificación. Hagámoslo con palabras tomadas de san Pablo:

  • a) Para regirse por el Espíritu y vivir según el Espíritu: «Hermanos, no somos deudores a la carne, para vivir según la carne; porque si viviereis según la carne, moriréis; mas si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis; porque los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rm 8, 12-14).
  • b) Para vivir con Cristo y en Cristo: «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Co 4, 10-11).
  • c) Para arrancar las raíces de las tendencias desordenadas que el pecado ha hecho crecer en el espíritu: «Haced morir los miembros del hombre terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, las pasiones deshonestas, la concupiscencia desordenada y la avaricia, que viene a ser una idolatría» (Col 3, 5).
  • d) Para contribuir con la propia vida a la realización en la historia de la misión de Cristo: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).

«Cristo -escribe san Josemaría- resucita en nosotros, si nos hacemos copartícipes de su Cruz y de su Muerte. Hemos de amar la Cruz, la entrega, la mortificación. (…) De esa manera, no ya a pesar de nuestra miseria, sino en cierto modo a través de nuestra miseria, de nuestra vida de hombres hechos de carne y de barro, se manifiesta Cristo: en el esfuerzo por ser mejores, por realizar un amor que aspira a ser puro, por dominar el egoísmo, por entregarnos plenamente a los demás, haciendo de nuestra existencia un constante servicio» (ECP, 114).

«Fijaos -comenta en otra de sus homilías- a cuántos sacrificios se someten de buena o de mala gana, ellos y ellas, por cuidar el cuerpo, por defender la salud, por conseguir la estimación ajena… ¿No seremos nosotros capaces de removernos ante ese inmenso amor de Dios tan mal correspondido por la humanidad, mortificando lo que haya de ser mortificado, para que nuestra mente y nuestro corazón vivan más pendientes del Señor?» (AD, 135). «Luego, ¿un cristiano ha de ser siempre mortificado? Sí, pero por amor. (…) Quizá no nos habíamos percatado de que podemos unir a su sacrificio reparador nuestras pequeñas renuncias: por nuestros pecados, por los pecados de los hombres de todas las épocas, por esa labor malvada de Lucifer que continúa oponiendo a Dios su non serviam! (…) La penitencia -verdadero desagravio- nos lanza por el camino de la entrega, de la caridad. Entrega para reparar, y caridad para ayudar a los demás, como Cristo nos ha ayudado a nosotros» (AD, 139-140).

Formas y manifestaciones de la mortificación.

(…)
Es corriente en la literatura ascética distinguir entre mortificación interior y exterior, o con otra terminología, espiritual y corporal; y mortificación activa y pasiva.La mortificación exterior se refiere a los sentidos externos; la mortificación interior, a los sentidos internos y a las facultades superiores del hombre. A su vez, la mortificación activa es la que se procura directamente; y la pasiva, la que se sufre y acepta sin haberla buscado antes.

Para sanar -con la gracia de Dios- la honda herida que ha dejado en nosotros el pecado original, herida que han hecho más honda todavía los pecados personales, se requiere, en efecto, una auténtica mortificación, tanto interior como exterior, y espiritual como corporal, de modo que haya orden y armonía en todas las facultades y en todos los sentidos internos y externos, y el alma busque sólo y siempre agradar al Señor. La mortificación interior y la exterior pueden ir unidas; más aún, e incluso para que se dé una verdadera vida mortificada, una debe ir acompañada de la otra. Aquí se expresa la unidad del cuerpo y del alma en la hondura del «yo» de la persona. «No creo en tu mortificación interior si veo que desprecias, que no practicas, la mortificación de los sentidos» (C, 181).
En los escritos de san Josemaría no sólo se hace referencia a los diversos tipos de mortificación, sino que hay también sugerencias concretas, realizadas de ordinario desde la perspectiva que les es propia: la santificación de la vida ordinaria.
Comencemos con una cita de Camino, referida precisamente a la mortificación interior, y más concretamente a la mortificación interior que contribuye a hacer agradable la vida a los demás: «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes… Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior» (C, 173). Y en una de sus homilías: «La mortificación es la sal de nuestra vida. Y la mejor mortificación es la que combate -en pequeños detalles, durante todo el día- la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente sólo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos (1 Co 9, 22)» (ECP, 9).

Dentro de las mortificaciones interiores el fundador del Opus Dei concedió una importancia grande a la purificación de la memoria, liberándola de cualquier recuerdo que no lleve al hombre a Dios: «Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido -por injustas, inciviles y toscas que hayan sido-, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios. No podemos olvidar el ejemplo de Cristo» (AD, 309). De esta forma, nuestra memoria tendrá presentes casi de continuo los dones recibidos y los bienes eternos. «Recordad las maravillas que Dios ha obrado, sus prodigios y las sentencias de su boca» (Sal 105 [Vg 104], 5).

Un buen ejemplo de mortificaciones pasivas, unido a su fundamentación teologal, nos lo ofrece san Josemaría en este texto: «Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios» (AD, 301).
En relación a la distinción entre las mortificaciones ordinarias y extraordinarias destaca san Josemaría la necesidad de encontrar la mortificación en las situaciones más normales y corrientes de la vida, superando la tendencia, propia de parte de la literatura ascética, a poner el acento en los espectáculos llamativos: «Se ha trastocado de tal forma el sentido cristiano en muchas conciencias, que al hablar de mortificación y de penitencia, se piensa sólo en esos grandes ayunos y cilicios que se mencionan en los admirables relatos de algunas biografías de santos» (AD, 135). Frente a esa deformación, sin excluir los «ayunos», que la Iglesia sigue recomendando a todos los cristianos especialmente en los tiempos litúrgicos de mayor carácter penitencial -Adviento y Cuaresma-, ni tampoco los «cilicios y disciplinas» -prácticas de antigua tradición con las que el cristiano anhela unirse al sufrimiento corporal de Cristo en su Pasión-, recalca el valor decisivo de una mortificación y un espíritu de penitencia vividos en la más ordinaria normalidad: «No es espíritu de penitencia hacer unos días grandes mortificaciones, y abandonarlas otros. -Espíritu de penitencia significa saberse vencer todos los días, ofreciendo cosas -grandes y pequeñas- por amor y sin espectáculo» (F, 784). «¡Qué poco vale la penitencia sin la continua mortificación!» (C, 223).
Y en otro lugar: «Pon, entre los ingredientes de la comida, «el riquísimo» de la mortificación» (F, 783); o también, retomando el horizonte de amor y de servicio: «Estos son los frutos sabrosos del alma mortificada: comprensión y transigencia para las miserias ajenas; intransigencia para las propias» (C, 198). «Pídele al Señor que te ayude a fastidiarte por amor suyo; a poner en todo, con naturalidad, el aroma purifi- cador de la mortificación; a gastarte en su servicio sin espectáculo, silenciosamente, como se consume la lamparilla que parpadea junto al Tabernáculo. (…) Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te habías fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa» (AD, 138).

De lo expuesto se desprende la necesidad de que la mortificación sea continua, aplicando congrua congruis referendo, lo que se dice de la oración. Y por muchas razones: porque el amor se realiza en la entrega; porque Jas raíces del pecado y la tendencia al egoísmo están siempre presentes; porque las ocasiones de olvidarnos de nosotros mismos y de servir a los demás ofrecen siempre la posibilidad de un nuevo vencimiento en el camino del amor a Cristo y por Cristo. Si somos conscientes de que toda mortificación abre el espíritu para dejar actuar a la gracia, que promueve nuestra santificación, se comprende que ha de ser continua, como continuo ha de ser el anhelo del hombre de buscar a Cristo, de conocer a Cristo, de amar a Cristo, y por Cristo y con Cristo, a los demás. «Ordinariamente, los sacrificios que nos pide el Señor, los más arduos, son minúsculos, pero tan continuos y valiosos como el latir del corazón» (AD, 134). Y -podemos añadir- de un corazón que ha aprendido a amar en la escuela de Cristo.

6 comentarios sobre “Razones para la mortificación

  1. Es tan completo lo que nos comenta que tenemos (según yo) para un día de retiro espiritual. Hay que leerlo con calma, reflexionando cada párrafo, intentando hacer nuestro lo que Vd. nos dice, que no es mas que la doctrina que debemos vivir, examinarnos y luego hacerla «vida». Muchísimas gracias, por lo que nos aporta cada día. Es estupendo verlo como que nos lo dice Jesús al oído y que es lo que mas nos conviene hacer en estos momentos.

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    1. Por cierto Isabel, siguiendo tu indicación a partir del 20 de febrero empeiezo el libro de J. L. Lora: Moral. El arte de vivir en el blog. Empiezo el 20, porque me parece que habré terminado ya el que estamos viendo de G.Derville. Así, que gracias por tu sugerencia!!. Saludos

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