¡Muchacho, muchacha, levántate!

No fue una visita fácil: Juan Pablo II iba a Suiza. Este viaje era el tercero a aquel país y el número 103 de los realizados por el mundo en sus 25 años y medio de pontificado.Su estado de salud era cada vez peor, y, de hecho, su vida no se prolongaría más de diez meses. Sin embargo, no quiso faltar a su cita con el pueblo helvético: hizo el esfuerzo. En una velada inolvidable, pudo encontrarse con los jóvenes suizos en el palacio de los deportes de Berna. «Me siento feliz de estar con vosotros hoy», dijo con dificultad, pues la enfermedad le impedía expresarse bien.

¡Muchacho, muchacha, levántate!, exclamó como diciéndoselo al oído de cada uno de los asistentes. No tengas miedo a encontrarte con Jesucristo. La viuda de Naín encontró el consuelo, su hijo halló la vida… ¿qué esperas tú de Cristo? Busca a Jesucristo y deja que entre en tu vida. Búscalo. —¿Dónde? «En la lectura atenta y disponible de la Sagrada Escritura –dijo el Papa– y en la oración personal y comunitaria; buscadlo participando de forma activa en la Eucaristía; buscadlo acudiendo a un sacerdote para el sacramento de la Reconciliación; buscadlo en la Iglesia, que se manifiesta a vosotros en los grupos parroquiales, en los movimientos y en las asociaciones; buscadlo en el rostro del hermano que sufre, del necesitado, del extranjero».

El Papa continuó con su discurso. Jadeaba, pero no quería ahorrarse una sola tilde de lo que deseaba comunicar. Sabía que el futuro estaba delante de él: muchachos y muchachas jóvenes que querían escuchar una palabra con sentido, algo con significado que les ayudara a vivir en cristiano y a secundar la gracia de Dios:

«La juventud es el momento en que también tú, querido muchacho, querida muchacha, te preguntas qué vas a hacer con tu existencia, cómo puedes contribuir a hacer que el mundo sea un poco mejor, cómo puedes promover la justicia y construir la paz».

Juan Pablo II, enfermo y machacado, quería hablar a aquellos jóvenes de vocación. Porque Dios tiene algo preparado para cada uno de nosotros: pensarlo un poco es demasiado bonito. Él, que es eterno, me quiere a mí, y se dirige a mí:

«“¡Escucha!”. No te canses de entrenarte en la difícil disciplina de la escucha. Escucha la voz del Señor, que te habla a través de los acontecimientos de la vida diaria, a través de las alegrías y los sufrimientos que la acompañan, a través de las personas que se encuentran a tu lado, a través de la voz de tu conciencia, sedienta de verdad, de felicidad, de bondad y de belleza»… Escuchando quizá descubras que lo tuyo es formar una familia, «fundada en el matrimonio como pacto de amor entre un hombre y una mujer que se comprometen a una comunión de vida estable y fiel. Podrás afirmar con tu testimonio personal que, a pesar de las dificultades y los obstáculos, se puede vivir en plenitud el matrimonio cristiano como experiencia llena de sentido y como “buena nueva” para todas las familias».

Puede ser también que, en lo íntimo de tu corazón, escuches la llamada personalísima –y llena de amor– a ser solo suyo, solo suya, en el celibato, el sacerdocio o la vida religiosa, «entregando con corazón indiviso tu vida a Cristo y a la Iglesia, transformándote así en signo de la presencia amorosa de Dios en el mundo de hoy. Podrás ser, como muchos otros antes que tú, apóstol intrépido e incansable, vigilante en la oración, alegre y acogedor en el servicio a la comunidad. Sí, también tú podrías ser uno de ellos».

El Papa, cansado, no quiso parecer duro o ajeno al sufrimiento de los jóvenes que saben que Dios les pide algo, pero les cuesta responder: «Sé muy bien que ante esta propuesta titubeas. Pero te digo:¡no tengas miedo! Dios no se deja vencer en generosidad. Después de casi sesenta años de sacerdocio, me alegra dar aquí, ante todos vosotros, mi testimonio: ¡es muy hermoso poder consumirse hasta el final por la causa del reino de Dios!».

¡Señor! –Pídeselo antes de terminar este rato de oración–, ¿qué quieres de mí? Dame luz para ver y fuerza para querer eso que me propones en lo íntimo de mi corazón… Y acude a la Señora, ella soplara en esos rescoldos que se esconden tras tu tibieza para que puedas dar la respuesta luminosa y alegre que, Dios y los de más, necesitan de tí.

 

2 comentarios sobre “¡Muchacho, muchacha, levántate!

  1. La oración es entrar en el terreno sagrado del amor de Dios. Es descalzarse para quedarse expuesto en su presencia y contemplar el fuego ardiente de su amor. La intimidad con el Dios del Amor, de la verdad y de la vida nos tiene que llevar a una transformación profunda semejante a la de Cristo en la Eucaristía.

    Presento cuatro pasos a seguir en la oración. Cada uno nos ayudará a lograr una meditación vivencial que nos ayude a imitar la entrega que Cristo realizó durante la Última Cena.

    El primer paso debe dar inicio a una oración generosa donde tomemos conciencia de que no somos nosotros los protagonistas, sino más bien es Dios el que toma la iniciativa. No hemos elegido nosotros a Dios primero, no hemos sido nosotros los que hemos decido dedicar un tiempo a la oración. Es el Espíritu Santo quien nos mueve, nos impulsa a querer estar con Él, a entrar en su presencia.
    No nos damos libremente, con nuestra voluntad, sino más bien «somos tomados» por Dios y su amor, somos acogidos en su corazón y puestos en su presencia. Nuestra oración es una respuesta a esta iniciativa, es un «dejarse tomar».
    Este ser tomados por Dios nos puede llenar de temor y hacernos pensar: «no soy digno de que entres en mi casa, no estoy vestido dignamente para entrar en tu presencia». La tentación de querer ser nuevamente los protagonistas en la oración puede volver: «cuando esté listo rezaré», nos decimos; «yo elijo cuando tengo que rezar; ahora no puedo, vivo en pecado; Dios no me puede escuchar».
    Ser tomados es una bendición porque en esta acción Dios, que todo lo sabe, nos invita a confiar en Él, y así nos lleva a experimentar el amor incondicional. No soy yo el que camino en la oración hacia Dios, es Él mismo como Buen Pastor quien camina conmigo en sus hombros. Soy tomado, cargado, mimado y sanado por esos hombros que más tarden cargarán con la cruz en mi lugar.
    «Señor, yo quiero ser tomado en la oración. No permitas que sea ciego a esta experiencia de tu amor. Déjame sentir tu mano que se extiende con cariño cuando hago silencio y acepto tu presencia. Que con humildad me abandone a tu presencia para dejarme hacer como María». Quiero ser cargado y tomado por tu amor. Quiero en silencio disfrutar de tu alegría y sostén»

    El siguiente paso después de haber sido tomados es hacer la experiencia de la bendición.
    Bendecir significa «decir bien». Con Cristo y junto a Cristo en la oración nos sentiremos bendecidos porque Él nos dice bien quiénes somos, cuánto nos ama y cuál es la meta.
    Ser tomado es confiar, ser bendecidos es vivir esta confianza de modo sensible a diario. Al ser tomados en sus hombros como esa oveja perdida y herida, nos encontramos a una altura nueva y distinta. Vemos todo desde la visión de Dios. Escuchamos sus suaves palabras porque estamos más cerca de su rostro. Lo conocemos más íntimamente y nos damos cuenta cómo no conoce por nombre. Nos llama, nos atrae a sí, nos acaricia con sus manos que nos sostienen y nos dan seguridad. Esto es ser bendecidos en la oración: Cristo llamándonos por nuestro nombre nos «dice bien» quiénes somos y lo mucho que nos quiere.
    «Señor, transforma mis sentidos interiores en la oración para que pueda tocar desde la fe, la esperanza y el amor esta bendición que tú me das siempre con tu presencia. Tu voz me da seguridad, me anticipa el cielo, me sostiene y me transforma. Soy amado con un amor eterno por un Dios que me conoce íntimamente. Déjame ser bendecido, recibir todo de ti y para ti»

    El siguiente paso es el que más duele pero es el más necesario. Es el de la purificación, el de tener que morir para dar vida: «si le semilla no se hunde en el surco y muere no dará vida».
    Ser partidos en la oración es seguir las huellas de Cristo hasta la Última Cena donde se parte para darse a los discípulos.
    En cada corazón hay una gran capacidad de amar y de entregarse, pero para ejercitarla se necesita antes una gran purificación. Morir al egoísmo en la oración es dejar que Cristo ilumine las partes más oscuras de nuestra alma. Es exponerlas a su amor para que tomados de su mano lo imitemos sin ningún miedo y sin reservas. Ser partido es doloroso pero si queremos dar fruto hay que morir en el surco. De una semilla pueden nacer miles. De una semilla de mostaza brota un gran árbol.
    «Señor, tengo miedo a ser partido, de purificar mi corazón imperfecto. No sé cómo hacerlo ni por dónde empezar. Confío en tu bondad infinita. Tómame, bendíceme y párteme para que puedas repartir mi amor donde más convenga. Yo solo no sé amar. Quiero imitar tu corazón y hacerme Eucaristía para el mundo. Párteme después de bendecirme; quiero ser repartido en cada persona que me encuentre»

    El último paso de nuestro encuentro personal con el Amor es el fruto de esta experiencia. Ser tomados y bendecidos nos permiten preparar el interior para multiplicarnos antes de ser entregados a las almas. Ser testigos de Cristo es donarnos, es gritar al mundo el amor de Dios y dejar un pedacito de nuestro corazón tocado por Cristo en el de cada hombre. Nos convertimos en testigos del amor de Dios y Cristo nos dice: «dadles vosotros de comer».
    En este ser entregados, sucede algo maravilloso. Es la actualización del milagro de la multiplicación de los panes. Cuanto más me doy menos disminuyo, al revés, me multiplico. Doy mis cinco panes y Dios los toma, los bendice, los parte y me los entrega para que los distribuya a las almas.
    Doy amor y en vez de perder amor crezco en amor. Me hundo en el surco, muero a mí mismo y tras la oscuridad del dolor, de la purificación, llega la vida, la multiplicación de los frutos y de las obras.
    «Quiero seguir transformándome en tu amor Señor hasta llegar a ser uno contigo. Ser Eucaristía con la Eucaristía, ser amor con el Amor. Este es el fruto de cada oración. ¿Quién me necesita Señor, quién tiene hambre de ti, para que yo te pueda dar? Ahora comprendo cómo nuestro encuentro nos tiene que hacer similares, porque el Amor, transforma, iguala, une y asemeja.
    Quiero ser tomado por ti, para ser bendecido en tus hombros. Quiero ser partido para poder ser entregado a más almas. Que tu Eucaristía sea siempre el recuerdo de nuestro encuentro y así, cada día me pueda convertir en Ti.

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