El ocaso de la mirada simbólica

El descubrimiento y la respuesta a ese algo divino del que hemos hablado en el capítulo anterior –que reenvía en último término al Logos con mayúscula: un Logos hecho carne y crucificado– es algo personalísimo, insustituible, siempre nuevo.

  • Un sentido divino que cada uno ha de descubrir, ya que no es algo demostrable ni medible, como lo es una fórmula o un experimento químico.
  • De alguna manera, se llega a ese algo divino –que deja al alma balbuciendo– únicamente atravesando el pórtico del misterio.
  • De alguna manera, se asemeja a la vivencia de Moisés cuando se le permite ver la espalda de Dios (cfr. Ex 33, 18-23).
  • Sigue la lógica sacramental. Ya pero todavía no.
  • No sirve la mirada técnica, que busca la utilidad o la eficiencia en todo.

Sin embargo, la mirada cosificadora y funcional de la era cibernética –nuevo paradigmaanula el misterio y empobrece la mirada humana apagando la dimensión simbólica, desgastando la capacidad de percibir el carácter sacramental del mundo.

Tocamos aquí un punto fundamental para la vida contemplativa: la mirada simbólica. Aniquilar el misterio ha sido siempre uno de los objetivos tanto del capitalismo como del marxismo y, en definitiva, de todos los sistemas de pensamiento que no creen en la persona. Un mundo cerrado al espíritu es fácilmente manipulable y pasto de las ideologías. Sin la dimensión mistérica:

  • el hombre se reduce a la esfera del bios, a la dimensión de la materia y de su insoportable necesidad cíclica.
  • La libertad se agota, la belleza se hace esteticismo (o decoración) y la memoria se reduce a un disco duro de almacenamiento de datos que debilita la memoria del corazón.
  • La vida deja de ser un don y se convierte en un derecho que se compra y programa.
  • Agotado el misterio, se cierra la puerta de la belleza y, con ella, la del bien y la verdad.

La pérdida de la capacidad simbólica ha ocupado la reflexión de muchos pensadores recientes.

  • Gabriel Marcel hablaba al respecto de la distinción entre ser y tener [168], y del peligro de oscurecer la dimensión del ser por un desmedido afán de tener.
  • La cultura avanza así hacia lo que Gustave Thibon denominaba la “anemia del ser” [169]. En la sociedad actual, el tener ha superado al ser, la destreza a la virtud, la función a la persona.
  • Edith Fromm lleva al extremo la idea de Marcel pasando de la distinción entre ser y tener a la (disyunción) de tener o ser [170]. Una dimensión que termina substituyendo a la otra, configurándose lo que él denomina una cultura de la muerte. Una mentalidad que tiene la necesidad de transformarlo todo en objeto muerto para poder controlarlo. Una mariposa disecada y clavada en un corcho se puede medir, pesar, analizar. Pero ya no es una mariposa, es un objeto muerto. Cuando se quiere encerrar en el molde de la certeza científica lo que es indefinible para la técnica, se acaba disecando, muere. Sin embargo, los objetos sin vida son medibles, y se pueden controlar y manipular.
  • Esta intuición la comparte a su manera todo el movimiento existencialista. Jean Paul Sartre, cuando habla de la mirada del otro, afirma que no puede dejar de ser una mirada objetivante; por eso el infierno son los otros, porque la mirada del otro me cosifica y me diseca para controlarme.
  • De alguna manera, la primacía del tener arrastra al hombre postmoderno, como con la mariposa disecada, hacia un camino de muerte. Olivier Clément hace una sugerente comparación que ilumina la dinámica cosificadora del “amor” de dominio: El verdugo y el amante perverso tienen una cosa en común: ambos desean poseer a una persona. Pero solamente puede poseerse a los cadáveres. El verdadero conocimiento del otro, es decir, su desconocimiento, exige a la vez riesgo y respeto” [171].
  • Ratzinger, por su parte, matiza y suaviza la postura de Fromm, pero conviene con él en la necesidad de dar primacía al ser. Una sociedad centrada en el tener resbala inevitablemente hacia la destrucción. Y señala, concretamente, que esa mentalidad diseña una sociedad incapaz para la contemplación, incapaz de penetrar en el sentido interior de las cosas y hacerlo propio: “Sólo podemos progresar en el ser a través de una profundización hacia el interior, a través de una contemplación en la que nos abrimos al sentido y, así, nos transformamos nosotros mismos en él, adquirimos sentido. Una civilización sin contemplación no puede subsistir a la larga” [172]. No hace falta un análisis particularmente profundo para percibir los síntomas de descomposición del llamado mundo occidental, actualmente un semicadáver que vive de la savia que todavía guarda de su historia.
  • Para explicar este proceso de decadencia, Guardini pone el ejemplo de la flor. Cuando se corta una rosa por el tallo, al principio no sucede nada. El color y la fragancia se mantienen con la lozanía y belleza de siempre. Sin embargo, ya no hay raíces y la planta deja de alimentarse. Poco a poco, entra en vías de muerte. De un modo análogo, una civilización cerrada a la contemplación se aleja de Dios y, por tanto, de sus raíces. Y tarde o temprano desaparece la savia que daba color y vigor a la rosa. La descomposición se hace inevitable. Basta mirar a Europa. El índice de suicidios entre la gente joven es un grito angustioso y aterrador de un mundo que se aleja progresivamente de su Creador.

La aparente oposición entre ser y tener se integra y armoniza de modo perfecto en el Corazón de Cristo, (Yo para ti y tú para mí), verdadero hombre como nosotros. Un Corazón (que es) pobre, (que es) libre, que es pura apertura.

(4a la escena del joven rico)

  • Con claridad lo advierte el maestro en el Evangelio. “¡Qué difícil será para los ricos entrar en el reino de los cielos!” (Mc 10, 23).
    • Cuando el tener ensombrece el ser, el hombre pierde la capacidad de asombro, su mirada simbólica se apaga y se incapacita para oír la voz de Dios.
  • El joven rico, como ya vimos, se acerca a Jesús lleno de buenos deseos, pero tiene el corazón encadenado a sus posesiones. Al mismo tiempo, un sentimiento de insatisfacción oscurece su vida. Le falta algo. Ante la pregunta de cómo alcanzar la vida eterna, Jesús le dice: “cumple los mandamientos” (cfr. Mc 10, 18). El joven, responde: eso ya lo hago, pero me sigue faltando algo.
    • Entonces, Cristo personaliza; le invita a salir del hacer, del cumplir, y le dice: Sígueme, vente conmigo.
      • No se trata de hacer cosas buenas, sino de ser bueno viviendo con el único que es Bueno.
    • Se abre en el horizonte la posibilidad de una relación personal, precedida por el encuentro cara a cara: “fijando en él su mirada” (Mc 10, 21).
      • Es preciso dejar (soltar, desprenderse) lo que tienes: poner la mirada en Mí por encima de lo que posees, que esa es la esencia de la pobreza (corazón libre… para Él); y entonces, podrás venir conmigo: tú y yo. Yo para ti y tú para mí.
      • Palabras que recuerdan el reproche cariñoso del padre al hermano mayor de la parábola del hijo pródigo: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc 15, 31).
  • El joven entra en crisis. Es rico. Le cuesta mantener la mirada de Cristo y se marcha. Había llegado insatisfecho, con ansias de una plenitud que carecía, pero se va más triste. Descubre quién es de verdad. Entiende que no está dispuesto a seguir a Jesús, que no puede, que le supera. Y es que realmente no puede. Sólo con la gracia de Dios es posible. Solo Dios es bueno.
  • Jesús, después de ver cómo aquel joven se marcha alicaído, recuerda a sus apóstoles la imposibilidad de alcanzar la santidad con las propias fuerzas humanas. Y añade unas palabras consoladoras: “pero para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 37). Quizá si aquel joven hubiera mirado un poco más a los ojos del Señor, si hubiera aguantado un poco más su mirada, habría descubierto el tesoro que buscaba. Habría percibido la belleza de un amor que haría palidecer todas sus posesiones. Pero se fue.

La Iglesia, que es maestra y madre, propone como pórtico de entrada para la liturgia de las horas –su oración oficial– un himno, una composición creada para ser cantada. Es significativo que, para elevar la mente hacia Dios, la Liturgia establezca el cauce de la poesía, de la música, del misterio [173].

  • La sabiduría de la Iglesia, conocedora profunda del corazón del hombre, sabe que una mirada funcional es incapaz de ver a Dios. Sólo la apertura al misterio deja espacio al encuentro entre criatura y Creador.
  • A Dios no se le puede ver como se ve un objeto muerto. En palabras de Ratzinger, “al Resucitado no se le ve como un trozo de madera o de piedra. Sólo lo ve aquel a quien Él se revela” [174].
  • Esta actitud, tejida en la Iglesia a través de los siglos, nos habla de la importancia del silencio y del misterio para la vida contemplativa.
  • En este punto, la riqueza que atesora la liturgia cristiana, se erige como escuela privilegiada de la educación de la mirada y la afectividad del hombre [175].
  • Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti

Mientras haya un misterio para el hombre, habrá poesía, decía el poeta sevillano (Bécquer).

Notas

  • [168] Cfr. GABRIEL MARCEL, Ser y tener, Caparrós Editores, Madrid 2003 (1ª ed. 1933).
  • [169] GUSTAVE THIBON, El equilibrio y la armonía, ed. Belacqua, Barcelona 2005, p. 22.
  • [170] Cfr. ERICH FROMM, ¿Tener o ser?, ed. Fondo de Cultura Económica, Madrid 1981, (1ª ed. 1976).
  • [171] OLIVIER CLÉMENT, Sobre el hombre, ed. Encuentro, Madrid 1983, p. 45.
  • [172] JOSEPH RATZINGER, El resplandor de Dios en nuestro tiempo. Meditaciones sobre el año litúrgico, ed. Herder, Barcelona 2008, p. 163.
  • [173] Esta idea se la escuché en un coloquio al doctor FÉLIX MARÍA AROCENA, profesor de Liturgia en la Universidad de Navarra.
  • [174] JOSEPH RATZINGER, El resplandor de Dios en nuestro tiempo, ed. Herder, Barcelona 2008, p. 130.
  • [175] Ante la globalización de una cultura cibernética, que apaga la mirada contemplativa, la importancia del silencio se presenta, en mi opinión, como uno de los desafíos más decisivos del siglo XXI. Cfr. JOSÉ MARÍA MARDONES, La vida del símbolo, ed. Sal terrae, Cantabria 2003. Sobre el peligro de anular el misterio y la mirada simbólica, Mardones escribe: “La dictadura de la imagen deseca toda evocación y reduce toda la realidad a lo expuesto. No hay Misterio; hay únicamente lo que se exhibe. Si el símbolo inventa el lenguaje y rompe la gramática y la sintaxis para tratar de sugerir un orden distinto, no accesible a la vista, que nos devuelve a los orígenes de las cosas, la imagen nos planta en medio de lo que hay. Se genera un neo-paganismo cultural y social de enormes dimensiones. Jean-Luc Marion lo ha denominado mundo idolátrico, donde domina el ídolo, es decir, las relaciones especulares provenientes del espejo invisible, mero reflejo de lo que hay, que anula toda referencia a lo trascendente”, p. 29.

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