Con vosotros… Para siempre

Con vosotros

Jesús se queda con nosotros. Es decir en todos los modos de presencia y de estar con los hombres: 1) con el modo común con que está con todas las criaturas, dándoles el ser, la vida y el movimiento; 2) con el modo como está en los santos, por gracia, dándoles la vida sobrenatural y las virtudes; 3) con el modo particular con que está en sus elegidos, guiándolos con su providencia, poniendo todas las cosas a su servicio (todo sucede para el bien de los que Dios ama: Rom 8,28), obrando en ellos maravillas.

Para siempre

Jesús estará con nosotros: Todos los días hasta el fin del mundo. No algunas veces, ni en circunstancias especiales, sino siempre y en todo momento; pero está presente especialmente cuando el dolor nos azota y la tentación nos acrisola.

Santa Catalina, tras las duras pruebas con las que Dios le hizo saborear la amargura de la soledad y del abandono, ante la primera aparición de Nuestro Señor le preguntó con audacia: “¿Dónde estabas Señor, cuando más te necesitaba?” A lo que Él respondió: “Estaba más cerca de ti de cuanto lo estoy ahora”.

“Una noche tuve un sueño, -relata Teresa de Calcuta-. Soñé que caminaba en la playa con el Señor. Y a través del cielo, pasaban escenas de mi vida. Por cada escena que pasaba percibí que quedaban dos pares de pisadas en la arena, una era la mía, la otra del Señor. Cuando la última escena de mi vida pasó delante nuestro, miré hacia atrás, hacia las pisadas en la arena, y noté que muchas veces en el camino de mi vida había sólo un par de pisadas en la arena. Noté también que eso sucedió en los momentos más difíciles y angustiosos de mi vivir. Eso realmente me perturbó y pregunté entonces al Señor: ‘Señor, cuando decidí seguirte, tú me dijiste que andarías siempre conmigo todo el camino, pero noté que durante los peores momentos de mi vivir había, en los caminos de mi vida, sólo un par de pisadas. No comprendo por qué tú me dejaste en las horas que más te necesitaba’. El Señor me respondió: ‘Mi querida hija. Yo te amo y jamás te dejaría en los momentos de tu sufrimiento. Cuando viste en la arena sólo un par de huellas, fue justamente ahí donde yo te cargué en mis brazos”.

Está siempre con los suyos; y acabado el mundo estará junto a ellos más íntimamente aún; tanto que no puede imaginarlo la mente humana. A pesar de todo, el alma que ve alejarse a Cristo entre las nubes de cielo, no puede menos que gemir, diciendo como fray Luis de León:

«¿Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, obscuro, con soledad y llanto; y tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro? Los antes bienhadados y los ahora tristes y afligidos, a tus pechos criados, de ti desposeídos, ¿a dó convertirán ya sus sentidos? ¿Qué mirarán los ojos que vieron de tu rostro la hermosura, que no les sea enojos? Quien oyó tu dulzura, ¿qué no tendrá por sordo y desventura? A aqueste mar turbado, ¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto al viento fiero, airado, estando tú encubierto? ¿Qué norte guiará la nave al puerto? Dulce Señor y amigo, dulce padre y hermano, dulce esposo, en pos de ti yo sigo: o puesto en tenebroso o puesto en lugar claro y glorioso.

“¡Oh galileos, oh viajeros! –exclama Santo Tomás de Villanueva. Delante de vosotros está libre el camino de los cielos, la puerta del paraíso está ya abierta… ¿por qué os quedáis quietos? Magnífica es la gloria que os espera, ¿y no camináis? Abundante es la recompensa que se os ofrece, ¿y aún dudáis? Brillante es la corona que se os promete, ¿y combatís con pereza? ¿Qué os diré, cobardes, perezosos e insensatos? Por un trabajo fácil, una alegría inmensa; por un combate rápido, una corona eterna; por una marcha corta, un descanso sin fin. ¡Oh viajeros!, ¿a qué viene esa inmovilidad? Siglos eternos dependen de estos momentos de vuestra vida, y aún no andáis… Y todavía hay algo más triste: estáis quietos, mirando al cielo… Miráis al cielo y permanecéis indiferentes, le veis y os dejáis por la indolencia… ¡oh galileos, oh cristianos!, ¿seguís inmóviles?” [4] .

(FUENTES , M., I.N.R.I., Ediciones del Verbo Encarnado, Dushambé – San Rafael (Mendoza), 1999, p. 155 – 160)

[4] Santo Tomás de Villanueva, Sermón 1º sobre la Ascensión

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