Descubrir a Cristo en el prójimo

Descubrir a Cristo en el prójimo

(1 necesidad esencial de las relaciones personales) Dicho todo esto, dentro de este camino transido de lucha y gracia, es importante recordar una realidad esencial, sin la que es imposible avanzar por la senda de colmar de sentido la ascética y descubrir la ley –que es Cristo– dentro del propio corazón. Me refiero a la necesidad de las relaciones personales reales.

  • Sin ellas (las relaciones), la propia identidad se hace una quimera, ya que, en un corazón solitario, se oscurece el conocimiento propio [70].
  • Es en la apertura al otro donde me encuentro a mismo y también a Dios.
  • Y en el camino de la virtud, de la ascensión dolorosa y gozosa al bien y a la verdad, el hombre necesita del apoyo de sus amigos, de sus hermanos.
  • Somos seres relacionales. No basta –no es real– una relación pura alma-Dios.
    • Una reflexión sobre la ascética que omitiera esta dimensión, desembocaría fácilmente en un voluntarismo encubierto o en un pseudo-misticismo estéril destinado al fracaso.
    • somos seres relacionales: identidad básica (universal) es la filiación: somos hijos de pequeño (soy hijo de Rafael y Maricarmen)… después todo lo demás, pero sobre ese fundamento…
    • Marasmo síndrome de desnutrición proteica en los primeros meses de nacimiento (si no encuentra cariño el niño muere)

(2 pero es que además: Solo por medio del “otro” podemos encontrar a Dios)

  • San Juan, precisamente el discípulo amado, nos previene de la falsedad de un amor a Dios que no supiera integrar el amor al hermano. En la mediación del otro encontramos a Dios: “A Dios nadie le ha visto. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (1 Jn 4, 12).
    • (ENTRE DIOS Y TU ESTA tu marido, LOS DEMÁS… Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso ; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto.1Jn4,20)
    • A este propósito, recuerdo agradecido el consejo lleno de luz que me dio un sacerdote que conocí en el colegio, cuando era pequeño. Al transcurrir los años, por casualidad, nos encontramos en la época que estaba cursando mis estudios universitarios. Él, por entonces, ya era un sacerdote anciano. Quizá por su presencia, que desprendía sabiduría y santidad, o quizá por la comezón de mi alma, le pregunté, después de un breve saludo y sin grandes presentaciones: “Padre, ¿cómo puedo ver a Dios?”. Y, quizá al percibir un punto de desconcierto en su mirada, intenté explicarle el motivo de aquella pregunta, añadiendo: “lo que quiero decir es que, a una mujer, la puedo ver, tocar, abrazar; pero, en el sagrario, no encuentro más que silencio; y yo quiero amar sintiendo, tocando, no sé si me entiende”. Me miró entonces con paz, con esos ojos claros y profundos de las personas que han vivido mucho; y, en este caso, han amado también mucho. Y, con un cariño que me pareció inmenso, me dijo: “A Dios no se le puede ver con los ojos de la carne –señalando sus ojos–; a Dios se le ve y se le escucha aquí”; y lentamente tocó con su dedo índice mi pecho. Y después de un silencio largo y pausado, añadió: “busca a ese Cristo que no encuentras en el sagrario, en tus hermanos, en tus amigos; especialmente en los que sufren”.
    • Nunca más volví a verle, pero sus palabras fueron como una semilla que comenzó a germinar en mi corazón joven, todavía por desbrozar. Y a través del camino que me había indicado –buscar a Cristo en el rostro de los demás, especialmente en los enfermos y en los que sufren–, se fue colmando aquella necesidad imperiosa de ver y apresar físicamente al Señor, con un modo nuevo de presencia. Un modo que no se desvincula de la carne, pero que la trasciende. Un modo de amar que, no solo es una vía de acceso a lo divino, sino que es algo profundamente humano.
    • Como veremos, la mirada del hombre no es como la de un perro o la de un caballo: es una mirada simbólica, abierta a significados más profundos que los biológicos. (EL CIERVO Y SU BELLEZA AILLÓN) En todo caso, las palabras de ese sacerdote abrieron un ancho horizonte en mi trato con Dios.

Cuando uno se abre al hermano, especialmente al que sufre, la mirada se ensancha, se purifica; y el oído interior (espiritual) se hace capaz de sentir los toques sutiles y delicados del Espíritu en el alma. Una apertura a los demás que se da en la carne –con los ojos y los demás sentidos corporales–, pero que no se queda ahí, sino que nos prepara para poder ver y tocar a Cristo con los sentidos del alma [71], y no solo en el prójimo, sino también en el sagrario y en la propia conciencia. Por eso el amor cristiano es siempre concreto.

  • (Escena) Un sacerdote y un levita ven a un hombre herido y desvalido, pero pasan de largo. De los dos personajes se nos dice explícitamente: “al verlo, pasó de largo”. Sin embargo, el samaritano “al verlo, se llenó de compasión”. Los tres personajes ven la misma realidad con los ojos de la carne, pero sólo uno es capaz de ver más allá; sólo él samaritano es capaz de ver con un ojo interior el sufrimiento de ese prójimo, un modo de ver que hiere su corazón y hace suyo aquel dolor. Un sufrimiento que no es puramente espiritual o invisible, sino que afecta a su cuerpo, a sus entrañas. Se conmueve también corporalmente.
  • De alguna manera, en esa compasión que nace de un sentido externo (la vista) y que experimenta el samaritano, habita un mensaje divino llamado a ser escuchado con el oído interior. Una voz que no es una entelequia, ya que conlleva una respuesta dolorosa que comprende la dimensión material y tangible: cambiar de ruta, dedicar tiempo, perder dinero. Toca la vida real de carne y sangre; no se queda en un mero misticismo intimista y devocional.
  • Compadecerse –escribe Cencini– quiere decir sentir con las entrañas la situación de alguien que sufre, como una mordedura, un retortijón en el estómago, un espasmo, una rebelión, algo que empuja y mueve todo el ser, dentro y fuera (…) No es solo escuchar y consolar, sentir lástima y tener pena, sino que es experimentar dolor por el dolor del otro hasta el punto de que algo pueda pasar, como un trasvase, al propio corazón” [72]. Una vida espiritual que no tocara la carne herida del prójimo sería sencillamente una parodia, una vida interior fundada sobre arena. Una máscara. “Si alguno dice amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso” (1 Jn 4, 20).
  • De esta escena tan llena de significados, siempre me ha llamado la atención una frase que apunta el evangelista: “se acercó y le vendó las heridas echando en ellas aceite y vino”. Se acerca y le toca. Porque para poner una venda, hay que acercarse y hay que tocar; hay que mancharse de sangre o de la enfermedad que sea. El samaritano toca sus heridas sabiendo que puede infectarse.
  • Es una imagen extraordinaria del amor de una madre, que acoge siempre, que toca la carne, que no le importa mancharse ni contagiarse. Un modo de amar que es símbolo del amor divino.
  • En cada confesión, de alguna manera –sacramentalmente–, Cristo se acerca y nos toca; nos venda y nos pone un aceite que embellece, y un vino que purifica.

  • [70] “En la medida que me encuentro con el tú, se suscita en mí la conciencia de mi propio yo; hago realidad mi yo en la medida que experimento el tú y me relaciono con él. Si no fuese así, si me desarrollase en una soledad total –suponiendo que esto fuera posible–, no despertaría entonces a la conciencia de mi propio yo”. ROMANO GUARDINI, La existencia del cristiano, pp. 28-29, BAC, Madrid 1997.
  • [71] Sobre los ojos y los oídos del alma: “Pues de la misma manera que los que ven con los ojos del cuerpo, con ellos perciben las realidades de esta vida terrena y advierten las diferencias que se dan entre ellas, por ejemplo, entre la luz y las tinieblas, lo blanco y lo negro, lo deforme y lo bello, lo proporcionado y lo desproporcionado, lo que está bien formado y lo que no está, lo que existe de lo superfluo y lo que es deficiente en las cosas; y los mismo se diga de lo que cae bajo el dominio del oído: sonidos agudos, graves o agradables; eso mismo hay que decir de los oídos del corazón y de los ojos de la mente, en cuanto a su poder para captar a Dios. En efecto, ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu”. SAN TEÓFILO DE ANTIOQUÍA, A Autólico, libro 1, 2.7 (PG 6, 1026-1027.1035). El subrayado es nuestro.
  • [72] AMEDEO CENCINI, Dall’aurora io ti cerco. Evangelizzare la sensibilità per imparare a discernere, ed. San Paolo, Milán 2018, p. 133. La traducción es nuestra.

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