Bendita tu entre las mujeres

Vuelve tus ojos a la Virgen y contempla cómo vive la virtud de la lealtad. Cuando la necesita Isabel, dice el Evangelio que acude «cum festinatione», –con prisa alegre. ¡Aprende! (Surco, 371)

Ahora, niño amigo, ya habrás aprendido a manejarte. –Acompaña con gozo a José y a Santa María… y escucharás tradiciones de la Casa de David:

Oirás hablar de Is abel y de Zacarías, te enternecerás ante el amor purísimo de José, y latirá fuertemente tu corazón cada vez que nombren al Niño que nacerá en Belén…

Caminamos apresuradamente hacia las montañas, hasta un pueblo de la tribu de Judá. (Luc., I, 39.)

Llegamos. –Es la casa donde va a nacer Juan, el Bautista. –Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! –¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Luc., I, 42 y 43.)

El Bautista nonnato se estremece… (Luc., I, 41.) –La humildad de María se vierte en el Magníficat… –Y tú y yo, que somos –que éramos– unos soberbios, prometemos que seremos humildes. (Santo Rosario, 2º misterio gozoso)

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6 comentarios sobre “Bendita tu entre las mujeres

  1. Santo evangelio según san Lucas 1, 39-56

    En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: -«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.» María dijo: -«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mi: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.» María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

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  2. La fidelidad a una persona, a un amor, a una vocación, es un camino en el que se alternan momentos de felicidad con periodos de oscuridad y duda.

    Virtudes
    14/03/2015

    Opus Dei – Aprender a ser fiel

    Han transcurrido cuarenta días desde el nacimiento de Jesús, y la Sagrada Familia se pone en camino para cumplir cuanto está mandado por la Ley de Moisés: todo varón primogénito será consagrado al Señor. La distancia de Belén a Jerusalén no es mucha, pero se necesitan varias horas para recorrerla a lomos de cabalgadura; una vez en la capital judía, María y José se dirigen al Templo. Antes de entrar, cumplirían con toda piedad los ritos de purificación; también comprarían, en uno de los negocios cercanos, la ofrenda prescrita a los pobres: un par de tórtolas o dos pichones. Entonces, a través de las puertas de Hulda y de los monumentales pasillos subterráneos por los que transitaban los peregrinos, accederían a la gran explanada. No es difícil imaginar su emoción y recogimiento mientras se encaminan hacia el atrio de las mujeres.

    Tal vez fue entonces cuando se les aproximó un hombre anciano. En su rostro se refleja el gozo. Simeón saluda con afecto a María y a José, y manifiesta el ansia con la que había esperado ese momento: es consciente de que sus días están llegando a su fin, pero sabe también –se lo ha revelado el Espíritu Santo – que no morirá sin haber visto al Redentor del mundo. Al verlos entrar, Dios le ha hecho reconocer en ese Niño al Santo de Dios. Con el lógico cuidado que la tierna edad de Jesús requiere, Simeón lo toma en brazos y eleva conmovido su oración: ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.

    Al final de su plegaria, Simeón se dirige especialmente a María, introduciendo, en aquel ambiente de luz y alegría, un atisbo de sombra. Sigue hablando de la redención, pero añade que Jesús será signo de contradicción, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones , y dice a la Virgen: a tu misma alma la traspasará una espada. Es la primera vez que alguien habla de ese modo.

    Hasta esta ocasión, todo -el anuncio del Arcángel Gabriel, las revelaciones a José, las palabras inspiradas de su prima Isabel y las de los pastores- había proclamado la alegría por el nacimiento de Jesús, Salvador del mundo. Simeón profetiza que María llevará en su vida el destino de su pueblo, y ocupará un papel de primer orden en la salvación. Ella acompañará a su Hijo, colocándose en el centro de la contradicción en la que los corazones de los hombres se manifestarán a favor o en contra de Jesús.

    Contemplar: meditar en la fe
    Evidentemente, la Virgen percibe que la profecía de Simeón no desmiente, sino que completa cuanto Dios le ha ido dando a conocer con anterioridad. Su actitud, en ese momento, será la misma que las páginas del Evangelio subrayan en otras ocasiones: María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón. La Virgen medita los sucesos que pasan a su alrededor; busca en ellos la voluntad de Dios, profundiza en las inquietudes que Yahvé pone en su alma y no cae en la pasividad ante lo que le rodea. Ése es el camino, como señalaba Juan Pablo II, para poder ser leales con el Señor: «María fue fiel ante todo cuando, con amor, se puso a buscar el sentido profundo del designio de Dios en Ella y para el mundo (…). No habrá fidelidad si no hubiere en la raíz esta ardiente, paciente y generosa búsqueda; si no se encontrara en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta».

    Esa búsqueda de la voluntad divina lleva a María a la acogida, a la aceptación de lo que descubre. María encontrará a lo largo de sus días numerosas oportunidades en las que puede decir «que se haga, estoy pronta, acepto». Momentos cruciales para la fidelidad, en los cuales probablemente advertiría que no era capaz de comprender la profundidad del designio de Dios, ni cómo se llevaría a término; y sin embargo, observándolos atentamente aparecerá claro su deseo de que se cumpla el querer divino. Son acontecimientos en los que María acepta el misterio, dándole un lugar en su alma «no con la resignación de alguien que capitula frente a un enigma, a un absurdo, sino más bien con la disponibilidad de quien se abre para ser habitado por algo –¡por Alguien!– más grande que el propio corazón».

    Bajo la mirada atenta de la Virgen, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres; cuando llegaron los años de la vida pública del Señor, advertiría cómo se iba realizando la profecía de Simeón: éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción. Fueron años en los que la fidelidad de María se expresó en el «vivir de acuerdo con lo que se cree. Ajustar la propia vida al objeto de la propia adhesión. Aceptar incomprensiones, persecuciones antes que permitir rupturas entre lo que se vive y lo que se cree»; años de manifestar de uno y mil modos su amor y lealtad a Jesús; años, en definitiva, de coherencia : «el núcleo más íntimo de la fidelidad» Pero toda fidelidad –como le es propio– «debe pasar por la prueba más exigente: la de la duración», es decir, la de la constancia . «Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida».

    Así lo hizo la Virgen: leal siempre, y más en la hora de la tribulación. En el trance supremo de la Cruz se encuentra allí, acompañada de un reducido grupo de mujeres y del Apóstol Juan. La tierra se ha cubierto de tinieblas. Jesús, clavado en el madero, con un inmenso dolor físico y moral, lanza al cielo una oración que aúna sufrimiento personal y radical seguridad en el Padre: Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní? –que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?. Así empieza el Salmo 22, que culmina en un acto de confianza: se acordarán y se convertirán al Señor los enteros confines de la tierra.

    ¿Cuáles serían los pensamientos de Nuestra Madre al escuchar el grito de su Hijo? Durante años había meditado qué esperaba el Señor de Ella; ahora, viendo a su Hijo sobre la Cruz, abandonado por casi todos, la Virgen tendría presentes las palabras de Simeón: una espada traspasaba sus entrañas. Sufriría de modo singular la injusticia que se estaba consumando; y sin embargo, en la oscuridad de la Cruz, su fe le pondría ante los ojos la realidad del Misterio: se estaba llevando a cabo el rescate de todos los hombres, de cada hombre.

    Las palabras de Jesús, llenas de confianza, le harían entender con luces nuevas que su propia aflicción la asociaba más íntimamente a la Redención. Desde lo alto del patíbulo, en el momento mismo de su muerte, Jesús cruza la mirada con su Madre. La encuentra a su lado, en unión de intenciones y de sacrificio. Y así, «el fiat de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el fiat silencioso que repite al pie de la Cruz. Ser fiel es no traicionar en las tinieblas lo que se aceptó en público». Con su diaria correspondencia, la Virgen se había preparado para este instante. Sabía que, con su entrega incondicional el día de la Anunciación, también había abrazado, de algún modo, estos acontecimientos en los que ahora participa con plena libertad interior: «su dolor forma un todo con el de su Hijo. Es un dolor lleno de fe y de amor. La Virgen en el Calvario participa en la fuerza salvífica del dolor de Cristo, uniendo su fiat, su sí , al de su Hijo». María permanece fiel, y ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina; y bajo la protección de esa fidelidad, el Señor coloca a San Juan y, con él, a la Iglesia de todos los tiempos: aquí tienes a tu madre.

    Fidelidad: responder desde la fe
    Fidelidad: búsqueda, acogida, coherencia, constancia… La vida de María aparece como una respuesta de fe ante las más variadas situaciones. Tal respuesta es posible porque se conmovía al recibir los mensajes de Dios, y los meditaba. Así lo hace entender el propio Señor cuando, ante el elogio de aquella mujer entusiasta, precisa el verdadero motivo por el que su Madre merece ser alabada: bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan. Es una de las lecciones más importantes que cabe aprender de María: la fidelidad no se improvisa, se cultiva día a día; no se aprende a ser fiel espontáneamente. Cierto es que la virtud de la fidelidad es una disposición que nace del firme propósito de corresponder a la propia llamada, y que prepara para acoger el proyecto de Dios; pero tal decisión requiere de cada uno ser constantemente coherente.

    La perseverancia que pide la fidelidad no es, en absoluto, inercia o monotonía. La vida se desarrolla en una continua sucesión de impresiones, pensamientos y actos; nuestra inteligencia, voluntad y afectividad cambian constantemente de contenidos, y la experiencia muestra que no podemos concentrar todas las potencias en un único objeto durante largo tiempo. Por eso, no cabe hablar de unidad de vida si no se cae en la cuenta de que, por encima de cualquier cambio, el hombre tiene el poder de meditar y valorar cuáles son los episodios decisivos de su historia, y jerarquizarlos, para ser coherente con la trayectoria de vida que ha elegido. En caso contrario, sólo podrá concentrarse en las experiencias del momento y acabará en la superficialidad y en la inconstancia. Como dice San Pablo, todo me es lícito. Pero no todo conviene. Todo me es lícito. Pero no me dejaré dominar por nada.

    El cristiano discierne los acontecimientos clave a la luz de la fe; a través de ella evalúa cuáles son genuinamente significativos, acogiendo el mensaje que encierran y dejando que se conviertan en puntos de referencia para sus acciones. Los hechos o las situaciones no son valoradas por su actualidad , sino por su cualidad . La persona fiel se guía por el auténtico significado que un acontecimiento ha tenido en su vida; de modo que las realidades verdaderamente fundamentales –por ejemplo el amor de Dios, la filiación divina, la certeza de la vocación, la cercanía de Cristo en los sacramentos– se reconocen, en la propia historia, como realmente efectivas, capaces de guiar la conducta y ser fuente de actitudes firmes. Conviene tener presente lo que recordaba san Josemaría: sólo la ligereza insubstancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores. En otra ocasión desarrollaba con más detalle esta misma idea, inspirándose en la estrella que guió a los Reyes Magos: Si la vocación es lo primero, si la estrella luce de antemano, para orientarnos en nuestro camino de amor de Dios, no es lógico dudar cuando, en alguna ocasión, se nos oculta. Ocurre en determinados momentos de nuestra vida interior, casi siempre por culpa nuestra, lo que pasó en el viaje de los Reyes Magos: que la estrella desaparece. Conocemos ya el resplandor divino de nuestra vocación, estamos persuadidos de su carácter definitivo, pero quizá el polvo que levantamos al andar —nuestras miserias— forma una nube opaca, que impide el paso de la luz.

    Cuando nos ocurre algo así, hemos de recordar esos momentos decisivos de nuestra vida, en los que hemos visto lo que Dios nos pedía y hemos tomado decisiones generosas que nos comprometen.

    De este modo, la memoria desempeña un papel de capital importancia en la fidelidad, pues evoca las magnalia Dei, las cosas grandes que Dios ha hecho en la propia vida; y la historia personal se convierte en lugar de diálogo con el Señor: es un acicate más para ser coherentes, fieles. San Josemaría ve en esa virtud la realización práctica del cabal compromiso de la libertad humana, que aspira a los dones más altos; una libertad que se entrega con esplendidez y pleno discernimiento: en definitiva, el amor y no la inercia es lo que nos lleva a ser fieles al compromiso. Así se aprecia en la vida de María o en la historia del Pueblo de Israel: recuerda estas cosas, Jacob, y tú, Israel, que eres mi siervo. Yo te formé: tú eres mi siervo, Israel, no te olvides de mí. Disipé tus iniquidades como una nube, tus pecados, como la bruma. Retorna a mí, que te he redimido. Recordar la bondad del Señor –en el cosmos y en cada persona– mueve a la lealtad.

    Sobre ese fundamento, las luces y gracias que Dios deja en nuestra alma –cuando recibimos los sacramentos, en la oración, en los medios de formación, pero también en nuestras relaciones personales o en el trabajo– ofrecen soluciones y aplicaciones concretas para ser fieles en la vida ordinaria: destellos con los que el alma afina en la piedad y mejora en la fraternidad; que impulsan la labor apostólica y hacen que se desempeñe con ilusión y espíritu de servicio el trabajo profesional. Siendo dóciles a los pensamientos, decisiones y afectos que el Espíritu Santo suscita dentro de nosotros, vamos creciendo en fidelidad y colaboramos –aun sin percibirlo– en la realización de los planes divinos.

    ¡Qué fecunda es la fe que interioriza los sucesos de la propia biografía! El hombre descubre con luces nuevas que no está solo: todos dependemos de la gracia de Dios y de los demás; y la vocación cristiana nos pone ante la responsabilidad de llevar a muchos a su amor. Ante situaciones que pueden resultar más difíciles o cuyo sentido no se llega a comprender –relaciones familiares complicadas, falta de salud, periodo de aridez interior, dificultades en el trabajo–, el hombre busca y acoge la voluntad del Señor: si aceptamos de Dios los bienes, ¿cómo no vamos a aceptar también los males?, dice la Sabiduría divina por boca del Santo Job.

    Entonces no se consideran las tentaciones como algo aislado o incompatible con las mociones o decisiones que se reconocieron como inspiradas por Dios en el pasado: más bien entran en el plan divino de salvación.

    J.J. Marcos

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  3. La Fidelidad de María en las palabras de el Siervo de Dios, Juan Pablo II
    Traducido por Madre Adela Galindo, SCTJM
    El Papa Juan Pablo II, en su primera visita a México en el año 1979, nos dio una breve reflexión sobre la fidelidad, especialmente esta virtud tan necesaria en la formación de la madurez humana, revelándonos la fidelidad de María Santísima. Atesoremos esta profunda enseñanza de quien con su vida, dio ejemplo de fidelidad a Dios, a la Iglesia, a los hombres y a su misión, hasta el final…

    Palabras de Juan Pablo II:

    «De entre tantos títulos atribuidos a la Virgen , a lo largo de los siglos… hay uno de profundísimo significado:

    ¡Virgen fiel! ¿qué significa esta fidelidad de María?, ¿cuáles son las dimensiones de esta fidelidad?

    La primera dimensión de la fidelidad es la búsqueda: Maria fue fiel ante todo cuando por amor, inició su búsqueda del sentido profundo del designio de Dios en Ella y para el mundo. «Quomodo fiet?» — ¿como sucederá esto? Preguntó al ángel de la Anunciación. Ya en el Antiguo Testamento el significado de esta búsqueda está representado en la expresión de excelente belleza y de extraordinario contexto espiritual: «Buscar el rostro del Señor». No hay fidelidad, sino no está enraizada en esta ardiente, paciente y generosa búsqueda; si no hubiera en el corazón del hombre una pregunta a la que solo Dios puede dar una respuesta, o mejor dicho, a la que solo Dios es la respuesta.

    La segunda dimensión de la fidelidad es la acogida, la aceptación. El «quomodo fiet?» es transformado en los labios de María en un «fiat». ¡Hágase! ¡Estoy lista! ¡acepto!: este es el momento crucial de la fidelidad, momento en el cual el hombre percibe que no podrá comprender completamente el «como»… que hay en el plan de Dios mas áreas de misterio que de claridad; que por más que trate, no alcanzará comprender en su totalidad. Es entonces, comprenderá totalmente el cómo; que hay en el designio de Dios más zonas de misterio que de evidencia; que, por más que haga, jamás logrará aceptarlo todo. Es entonces cuando el hombre acepta el misterio y le da un lugar en su corazón, así como «María conservaba todas estas cosas en su corazón»(Lc 2, 19; Lc 3, 15). Es el momento en que el hombre se abandona al misterio, no con la resignación de quien recapitula frente a un enigma, o un absurdo, sino más bien con la disponibilidad de quien se abre para ser habitado por algo… por Alguien más grande que el propio corazón. Esa aceptación se cumple en definitiva por la fe que es la adhesión, de todo el ser, al misterio revelado.

    La tercera dimensión de la fidelidad es la coherencia: vivir de acuerdo a lo que se cree. Adaptar la propia vida al objeto de nuestra adhesión. Aceptar incomprensiones, persecuciones, antes que una ruptura entre lo que uno practica y uno cree: esto es coherencia. Aquí se encuentra, quizás, el núcleo más íntimo de la fidelidad.

    Pero toda fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la duración. Por eso la cuarta dimensión de la fidelidad es la constancia. Es fácil ser constante por un día o dos. Es difícil e importante el ser constante durante toda la vida. Es fácil ser coherente y constante en la hora del entusiasmo; es difícil serlo en la hora de la tribulación. Y solamente la constancia que dura toda la vida es la que puede llamarse fidelidad. El «fiat» de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el «fiat» que silenciosamente repitió al pie de la cruz. Ser fiel significa no traicionar en la oscuridad lo que se aceptó en la luz.

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  4. La paciencia, manifestación de la fortaleza de espíritu

    La paciencia es parte de la fortaleza.

    ¿Qué es la paciencia? No es la actitud despreocupada y apática del que no se inquieta por nada, una actitud que a veces puede ser muy cómoda, y otras muy imprudente.

    La paciencia lleva a aguardar serenamente los bienes que se desean y tardan en llegar, y a soportar algo desagradable y molesto durante tiempo, con la actitud serena y sosegada del que cuida del crecimiento de un bonsai.

    Se necesita paciencia en el combate espiritual: «Por vuestra paciencia poseeréis vuestras almas» (Lc 21, 19). Hay que tener la sabiduría del campesino: esforzarse durante mucho tiempo sin que se vean, aparentemente los frutos.

    Escribe von Hildebrand:
    «Los impacientes quieren deshacerse de la dependencia de todas las “causae secundae” (causas segundas), asumen todos los impedimentos con un menosprecio impertinente, no quieren reconocer la atadura por el período de tiempo entre el propósito y la consecución de la meta y pretenden, como Dios, ocasionar el efecto intencionado con un simple “fiat”.

    He aquí el primero y más profundo pecado de la impaciencia. Contiene una soberbia: ambiciona pasar por alto la situación de dependencia del Creador y se complace con la ilusión de un señorío por encima de los seres creados.

    El tiempo y el tener que esperar puede ser una limitación específica de nuestra vida de criaturas terrenales. Nos encontramos con un decurso de los acontecimientos en el tiempo que no hemos creado y que sólo podemos cambiar en ciertos límites.

    Tenemos que contar con el período de tiempo entre un propósito de nuestra voluntad y la obtención de un fin, y aceptarlo como una realidad querida por Dios»

    El deseo de estar más cerca de Dios no debe llevarnos a la mala impaciencia: Dios tiene sus tiempos.

    Lo mismo sucede en la acción evangelizadora: el impaciente suele caer en el llamado celo amargo.

    •La paciencia es fruto del amor de Dios y de la fortaleza de espíritu. Lleva actuar con el corazón, y a soportar por amor a la voluntad de Dios los sufrimientos físicos y morales; a tener comprensión ante los defectos de los demás. No es pasividad ni falta de operatividad. Recuerda el Talmud: «El mejor predicador, el corazón; el mejor libro, el mundo; el mejor maestro, la vida; el mejor amigo, Dios».

    •Las personas que no aman la voluntad de Dios no son capaces, como dice san Francisco de Sales, de «sufrir con paciencia, no sólo el hecho de estar enfermos, sino padecer la enfermedad que Dios quiere, donde quiere, con las incomodidades que quiere».

    •Santa Teresa escribió estos versos famosos sobre la serenidad y la paciencia:

    Nada te turbe
    nada te espante,
    Dios no se muda,
    todo se pasa,
    la paciencia
    todo lo alcanza.
    Quien a Dios tiene
    nada le falta.
    Sólo Dios basta

    Paciencia con los demás
    •El cristiano debe esforzarse en vivir la paciencia con los demás, que es fruto del amor a Dios y de la caridad. Es muy necesaria para la convivencia.

    San Pablo: «la caridad es paciente, es servicial… no se irrita, no piensa mal» (1 Co. 13, 4-5).

    No hay que olvdar que con frecuencia los defectos (reales o supuestos) que más nos molestan de los demás son los defectos que nosotros mismos tenemos y en un grado aún mayor.

    Esa paciencia -con los defectos propios y ajenos-puede costar, cuando los defectos se repiten a diario. Esta virtud nos lleva a perdonar una y otra vez, con generosidad, sin caer en la crítica o en el distanciamiento.

    Unas veces habrá que corregir; y siempre, hay que saber sonreír, alentar y comprender.

    Paciencia con nosotros mismos
    La paciencia con nosotros mismos es fruto del amor a Dios y lleva a la autoestima humilde, que nace de la aceptación de los propios defectos, sabiendo que Dios con su gracia nos ayudará a luchar.

    Esa paciencia nos lleva a perseverar en el esfuerzo por apartar de nuestra vida todo lo que nos aparte de Cristo, a pesar de las caídas y los fallos continuos.

    Y lleva a evitar las quejas por nuestros propios defectos.

    Paciencia ante las dificultades propias y ajenas
    •Paciencia cuando vemos que no avanzamos como deseamos en la unión con Cristo
    Hay que cultivar la paciencia porque las virtudes necesitan tiempo para dar fruto, un tiempo con el que Dios cuenta.
    Necesitamos paciencia con nuestros defectos, caídas y limitaciones.
    El desánimo y la tristeza ante lor propios defectos, además de una falta de paciencia, revela que estamos luchando por amor propio, más que por amor a Dios. Mediante la paciencia vuestra, poseeréis vuestras almas (Lc XXI, 19).
    •Paciencia cuando tardan en llegar los frutos apostólicos

    Escribía el Cardenal Ratzinger:
    «Aquí se oculta también una tentación: la tentación de la impaciencia, la tentación de buscar el gran éxito inmediato, los grandes números. Y éste no es el método del reino de Dios. Para el reino de Dios, así como para la evangelización, instrumento y vehículo del reino de Dios, vale siempre la parábola del grano de mostaza (cf. Mc 4, 31-32). El reino de Dios vuelve a comenzar siempre bajo este signo.

    Nueva evangelización no puede querer decir atraer inmediatamente con nuevos métodos, más refinados, a las grandes masas que se han alejado de la Iglesia. No; no es ésta la promesa de la nueva evangelización.

    Nueva evangelización significa no contentarse con el hecho de que del grano de mostaza haya crecido el gran árbol de la Iglesia universal, ni pensar que basta el hecho de que en sus ramas pueden anidar aves de todo tipo, sino actuar de nuevo valientemente, con la humildad del granito, dejando que Dios decida cuándo y cómo crecerá (cf. Mc 4, 28-29)»

    (La nueva evangelización, Conferencia durante el congreso de catequistas y profesores de religión (10 de diciembre de 2000).

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  5. «Que la Madre de Dios sea tu refugio en los momentos felices, así como en los más difíciles, y sé la guía de tus familias, para que se conviertan en un hogar doméstico de oración, entendimiento mutuo y regalo».

    Papa Francisco

    Concluimos el mes mariano. Hoy es un día especial para agradecer a todas las madres el don de la vida que nos han regalado. Porque la vida es un tesoro precioso y sólo lo descubrimos si lo compartimos con los demás.

    Al servicio de las madres.

    Al servicio de la Virgen María.

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  6. Vida de María (VI): La visitación a Santa Isabel

    Texto y recursos sobre este pasaje de la vida de la Virgen María, en que —tras el anuncio del Arcángel Gabriel— acude a casa de su prima Santa Isabel.

    La Virgen
    30/05/2018
    Opus Dei – Vida de María (VI): La visitación a Santa IsabelLa Visitación de la Virgen María a su prima santa Isabel.

    • Descarga en PDF Vida de María (VI): La visitación de la Virgen María a Santa Isabel
    • Rezar con san Josemaría La Visitación de la Virgen María a su prima Santa Isabel
    • Rezar con el beato Álvaro del Portillo: Hombres y mujeres humildes
    • El Magnificat (Evangelio en audio)
    • El Magnificat (Devocionario móvil)

    Isabel, a la que llamaban estéril, va a ser madre. María lo ha sabido por Gabriel, el enviado de Dios. Y, poco después, se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá ( Lc 1, 39). No le mueve la curiosidad, ni se pone en camino para comprobar por sí misma lo que el ángel le ha comunicado. María, humilde, llena de caridad —de una caridad que le urge a preocuparse más de su anciana prima que de sí misma— va a casa de Isabel porque ha entrevisto, en el mensaje del cielo, una secreta relación entre el hijo de Isabel y el Hijo que Ella lleva en sus entrañas.

    El camino desde Nazaret a Ain Karin —la pequeña ciudad situada en los montes de Judea, que la tradición identifica con el lugar de residencia de Zacarías e Isabel— es largo. Cubre una distancia de casi ciento cuarenta kilómetros. Probablemente José organizó el viaje. Se ocuparía de encontrar una caravana en la que la Virgen pudiera viajar segura, y quizá él mismo la acompañara al menos hasta Jerusalén; algunos comentaristas piensan que incluso hasta Ain Karin, distante poco más de siete kilómetros de la capital, aunque se volviera enseguida a Nazaret, donde tenía su trabajo.

    María entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel ( Lc 1, 40). Algunas tradiciones locales afirman que el encuentro entre las dos primas tuvo lugar, no en la ciudad misma, sino en una casa de campo donde Isabel —como dice el texto sagrado— se ocultó durante cinco meses (cfr. Lc 1, 24), para alejarse de las miradas indiscretas de parientes y vecinos, y para alzar su alma en agradecimiento a Dios, que la había concedido tamaño beneficio.

    Se saluda a la persona que llega cansada de un viaje, pero en este caso es María quien saluda a Isabel. La abraza, la felicita, le promete estar a su lado. Con Ella entra en aquella casa la gracia del Señor, porque Dios la ha hecho su mediadora. Su llegada causó una revolución espiritual. Cuando oyó Isabel el saludo de María —cuenta San Lucas— , el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo ( Lc 1, 41).

    Con Ella entra en aquella casa la gracia del Señor, porque Dios la ha hecho su mediadora. Su llegada causó una revolución espiritual.

    Tres fueron los beneficios que María llevó consigo (cfr. Lc 1, 42-45). En primer lugar, llenó de gloria aquella casa: ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Si la visita de un personaje de la tierra honra sobremanera a quien lo hospeda, ¿qué habría que decir del honor recibido al acoger al Hijo unigénito del Padre, hecho hombre en el seno de Nuestra Señora? Inmediatamente, el Bautista aún no nacido se estremeció y exultó de gozo: quedó santificado por la presencia de Jesucristo. E Isabel, iluminada por el Espíritu de Dios, prorrumpió en una aclamación profética: en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada Tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor .

    La Virgen iba a servir y encuentra que la alaban, que la bendicen, que la proclaman Madre del Mesías, Madre de Dios. María sabe que es efectivamente así, pero lo atribuye todo al Señor: porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo ( Lc 1, 48-49).

    En el Magnificat, cántico tejido por la Virgen —bajo inspiración del Espíritu Santo— con expresiones tomadas del Antiguo Testamento, se retrata el alma de María.

    En el Magnificat , cántico tejido por la Virgen —bajo inspiración del Espíritu Santo— con expresiones tomadas del Antiguo Testamento, se retrata el alma de María. Es un canto a la misericordia de Dios, grande y omnipotente, y simultáneamente una manifestación de la humildad de Nuestra Señora. Sin que yo hiciese nada —viene a decir—, el Señor ha querido que se cumpliera en mí lo que había anunciado a nuestros padres, en favor de Abraham y de su linaje, para siempre. Mi alma engrandece al Señor , no porque mi alma sea grande, sino porque el Señor la ha hecho grande.

    María humilde: esclava de Dios y sierva de los hombres. Permanece tres meses en la casa de Isabel, hasta que nace Juan. Y, con su presencia, llenará de gracias también a Zacarías, para que cante al Señor un himno de alabanza y de arrepentimiento, con toda la fuerza del habla recobrada: bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo ( Lc 1, 68).

    J. A. Loarte

    Magnificat
    La Visitación de la Virgen María

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