Stabat Mater

En el momento histórico de la cruz en el monte Calvario, lo que la Virgen hace esencialmente es estar. Stabat Mater. Para el Señor, aparentemente, esto no cambia nada: sigue clavado en un madero, agonizando, mientras sus enemigos esperan vencedores el desenlace final. Y, sin embargo, todo es distinto. Para Jesús, ese permanecer de María es bálsamo que le ayuda a sobrellevar un dolor tan abisal y tenebroso como el de la Pasión. Los ojos de Jesús se encuentran con los de su madre y cuántos recuerdos brotan entonces de la memoria de su Corazón –José, Egipto, el trabajo en el taller, canciones de la niñez; una vida entera con ella–; y, sin palabras, desde el alma, se hablan, se trasvasan lo que llevan dentro. “Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor” [91]. La Virgen acoge el dolor que lleva su hijo, al menos una parte; la que su corazón, tan grande, pudo asumir, y “el alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo” [92].

El cardenal Newman, contemplando esta sobrecogedora escena, deja volar una pregunta que desde entonces sigue planeando a través del acontecer de la historia: “¡Qué encuentro entre Madre e Hijo! Uno y otra se consolaron porque existía un mismo sentir. Jesús y María: ¿llegarán a olvidar, en toda la eternidad, aquella marea de dolor?” [93].

Amar a alguien pasa por entrar en su dolor, en sus lágrimas. Lágrimas que el amigo cuenta una a una y guarda cuidadosamente por temor a perderlas, porque entiende que está como custodiando un trozo de alma. Hay personas que sonríen con ironía cuando se les habla o escuchan estas cosas, como si fuera algo para adolescentes o poetas que no tienen los pies en el suelo; son los mismos que llevan –tantas veces sin saberlo– una vida gris, banal; son los que nunca han siquiera rozado la vivencia de hablar con la mirada, de adentrase en el dolor oscuro de un amigo, de aprender a descalzarse para entrar en la tierra sagrada de la conciencia de alguien. Pasan la vida sin caer en la cuenta de lo importante, lo que da plenitud, lo que hace de la existencia una aventura maravillosa, algo por lo que vale la pena dar todo lo demás. Porque es en esas vivencias, profundamente humanas, donde Dios nos espera. Ser santo pasa necesariamente por vivir a fondo la propia humanidad.

En la escena del Calvario, el dolor y el amor se entreveran en los dos corazones de carne más perfectos y bellos que han pisado la tierra. Y entonces acaece uno de los momentos más hermosos y trascendentes de la historia de los hombres. Se incorpora un nuevo actor a la escena. Lo narra el propio evangelista Juan. Junto a la Virgen está también el amigo, el discípulo amado. ¡Qué gozo debió suponer para la sensibilidad de Jesús encontrar allí a Juan! –«Amigo, ¡has venido!» En el momento de la desbandada, cuando todos le han fallado, la presencia del amigo es fuerza que sostiene por dentro a Jesús en la prueba, como hizo el ángel en Getsemaní. ¿Qué pasó por el corazón de Juan en ese momento sublime? Posiblemente le ocurriría aquello que algunos santos han experimentado al contemplar la Pasión, y que tantas madres han sentido ante la enfermedad incurable y dolorosa de un hijo: baja tú de la cruz y déjame subir a mí, déjame morir por ti o al menos contigo. Y sus corazones se identifican. Y en medio de ese dolor insondable, que tanto quema –también de amor–, en una sinergia maravillosa que entrelaza esos tres corazones, florece un hermoso don destinado a atravesar toda la historia. María siente cómo se dilata su vocación de Madre de Dios a la de todos los hombres. «Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: –Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: –Aquí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27).

A San Josemaría le gustaba poner al apóstol Juan como ejemplo de corazón célibe, casto, enamorado. Desde la aurora de la adolescencia no vibró otro amor en su corazón que el de Cristo. Fue su primer y único amor. Así describe la vocación del Apóstol: “Y Juan cruzó su mirada con la de Cristo, lo siguió y le preguntó: Maestro, ¿dónde vives? Se fue con Él, y estuvo con el maestro todo el día. Luego lo cuenta, a la vuelta de los años, con un candor encantador, como un adolescente que hace un diario en el que vierte el corazón y apunta hasta la hora: hora autem erat quasi decima… Se acuerda hasta del momento preciso en que le miró Cristo, de cuándo le atrajo Cristo, de cuándo no se resistió a Cristo, de cuándo se enamoró de Cristo” [94]. Y, desde entonces, el discípulo amado guarda aquella tarde en su memoria, como los enamorados conservan una canción o unas palabras que les recuerdan su primer encuentro. Aquel día, el corazón de Juan se ensanchó hasta hacerlo capaz de recibir el don inmenso que nace de la Cruz.

Años más tarde, escribirá “Dios nos amó primero” (1 Jn 4, 19). Una afirmación que no nace de una teoría teológica sino de la propia vivencia personal. Juan se siente totalmente amado por un hombre, que es Dios, llamado Jesús de Nazaret, y eso colma su existencia por entero. El amigo verdadero puede decir con verdad: tú y yo somos lo mismo [95]. Juan en la cruz se identifica con Cristo y Cristo con él; por eso el Señor dice a su Madre: éste (Juan) es tu hijo, que es lo mismo que decir: éste soy yo. En Cristo somos hijos de Dios y también de María. Y esto se da, históricamente, en un espacio y un tiempo determinados, con un idioma y una raza concreta, a través de una relación que convoca a tres corazones célibes: Jesús, María y Juan.

Notas

  • [91] SAN JOSEMARÍA, Via Crucis, estación IV.
  • [92] Ibidem.
  • [93] J. H. NEWMAN, Via Crucis, estación IV.
  • [94] SAN JOSEMARÍA, notas de un encuentro con jóvenes, 6-VII-1974 (AGP, biblioteca, P04, vol. II, p. 113).
  • [95] Adjunto una cita de una excelente novela de SANDOR MARAI, en la que se describe la densidad y seriedad del sentido de la amistad: “Éramos amigos (…), tienes que ser consciente de la absoluta responsabilidad que contiene esa palabra. Éramos amigos, no compañeros, compinches, ni camaradas. Éramos amigos, y no hay nada en el mundo que pueda compensar una amistad. Ni siquiera una pasión devoradora puede brindar tanta satisfacción como una amistad silenciosa y discreta, para los que tienen la suerte de haber sido tocados por su fuerza”. El último encuentro, ed. Emecé, Barcelona 2000, pp. 124-125.

Deja un comentario