Endiosados…

Hablar de la gracia es lo mismo que referirse al tesoro más grande que Dios concede al hombre en este mundo. Basta considerar los efectos. Nos hace auténticos hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, al permitirnos vivir una vida nueva, divina: somos partícipes de la naturaleza divina (cfr. 2 Pdr 1,4); templos del Espíritu Santo; sagrarios vivientes de la Santísima Trinidad; miembros de la Iglesia; herederos —por hijos— del Cielo. A ella van unidas las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.

La gracia no destruye la naturaleza, como enseña la Teología católica, sino que la sana y eleva. Nuestra santificación no se produce a costa de destruir lo humano y noble que hay en cada uno, sino suponiéndolo y convirtiéndolo en instrumento para la gloria de Dios. «La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como anticipo de la resurrección gloriosa» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 103).

Aunque las palabras anteriores se refieren a la gracia habitual o santificante, también hemos de tener muy en cuenta el valor de las llamadas gracias actuales: auxilios divinos que iluminan el entendimiento y mueven a la voluntad en orden a realizar actos sobrenaturales para conseguir la vida eterna.

Eugui J. – Mil anécdotas de virtudes

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