San Agustín, paseándose a orillas del mar, se esforzaba por penetrar el misterio de la Santísima Trinidad. Mientras iba ocupado en estos pensamientos, vio a un niño ocupado en echar, con un pequeño recipiente, el agua del mar es un hoyo cavado en la playa. – ¿Qué haces niño? – Quiero echar toda el agua del mar en este hoyo. – Niño, no ves que es imposible porque el agua es muchísima y el pozo muy pequeño? El niño respondió: – Más fácil me será a mí echar toda el agua del mar en este hoyo que a tí comprender el misterio de la Santísima Trinidad (Grandmison I, 125)
El Dios, que Jesús nos ha revelado, no es solitario ni cerrado en sí mismo: es el Dios que es don en sí mismo y se nos da a nosotros, el Dios que es amor. Como asevera la primera carta de Juan, «en esto se manifestó el amor de Dios por nosotros, en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito, para que tengamos vida por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados… Y nosotros hemos conocido y creemos el amor que Dios nos tiene. Dios es amor; quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios, en él» (1 Juan 4, 9-10. 16).
El amor es el conducto que nos lleva a conocer al Dios de Jesús: «Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (1 Juan 4, 8). Desde siempre, Dios es amor: es aquel que ama; aquel que es amado e intercambia el amor; es, en persona, el vínculo que une a quien ama y a quien es amado. Escribe san Agustín: «Las personas divinas son tres: la primera, que ama a la que de ella nace; la segunda, que ama a aquella de la que nace; y la tercera, que es el mismo amor» (De Trinitate 6, 5, 7). Estos tres son uno: no tres amores, sino un único, eterno e infinito amor, el único Dios que es amor. Y san Agustín afirma todavía: «Ves a la Trinidad, si ves el amor» (ibíd., 8, 8, 12). Y añade de este único Dios, que es amor: «Así que son tres: el Amante, el Amado y el Amor» (ibíd., 8, 10, 14), el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La beata Isabel de la Trinidad testimonia en esta bellísima oración de qué modo puede la criatura ser partícipe del diálogo de amor de los tres que son uno:
Dios mío, Trinidad que adoro,
ayúdame a olvidarme enteramente de mí
para establecerme en Ti,
en una inmóvil quietud
como si mi alma estuviera ya en la eternidad;
que nada pueda turbar mi paz
ni hacerme salir de Ti, mi Bien inmutable,
y cada instante me sumerja más
en las profundidades de tu Misterio.
Pacifica mi alma, haz de ella tu cielo,
tu morada preferida y el lugar de Tu descanso:
que jamás te deje solo,
sino que esté enteramente en Ti,
en todo vigilante en la fe, en total adoración,
en el completo abandono a tu acción creadora…
Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza,
Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo,
me entrego a Vos como en prenda.
Cobijaos en mí para que yo me cobije en Vos,
a la espera de ir a contemplar en vuestra luz
el abismo de vuestras grandezas. Amén.
(Elevación a la Santísima Trinidad, 21 de noviembre de 1904)
Fuente: Carta a los buscadores de Dios, de la Conf. Episc. Italiana
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