«Vae victis»: «¡Ay de los ven­cidos!»

«Cuando el mundo gira enamorado» de Rafael de los Ríos

Esta vez, con cierto humor, se nos narran algunos diálogos de las nuevas relaciones que surgen a la llegada, así como una curiosa sesión de «espiritismo» que tuvo lugar en el campo de concentración.

La búsqueda del preso que faltaba se prolongó hasta muy entrada la mañana siguiente. Incluso cala­dos hasta los huesos, Viktor y los demás se sentían contentos. En aquel campo no había «chimenea», y Auschwitz quedaba lejos. Finalmente encontraron al prisionero donde menos esperaban: en un barracón, dormido y exhausto de cansancio.

Johann Meinong, el llamado «kapo asesino», ha­bía recibido el mandato de distribuir a los recién lle­gados por orden alfabético, y no por números. Así que Viktor Frankl y Kurt Pichler fueron destinados a barracones distintos. Sentado ya en una litera para nueve personas, Viktor oyó una voz que venía de la litera de arriba:

-Hola -dijo simplemente-. Me llamo Otto.

-Y yo, Viktor Frankl, psiquiatra de Viena -rió Viktor, sorprendido de ver al prisionero veterano que les recibió la noche anterior-. Para servirle a Dios y a usted.

-Sea bienvenido un psicólogo a este hotel de cinco estrellas -Otto bajó al suelo-. Yo sólo soy un simple profesor de Química. Nací en Munich, trabajé en Munich, me casé en Munich y moriré se­guramente en Munich. Como ves, me encanta viajar.

Al psiquiatra vienés le gustó la franqueza de aquel prisionero. Delgado, como todos; calvo, como todos. Y con sentido del humor, como algunos. -¿Y su mujer?

-Creo que en Auschwitz -respondió Otto, es­cuetamente-. Pero algún día nos encontraremos, o en la tierra o en el cielo; se llama Gisa.

-La mía, Tilly. También está en Auschwitz. Y algún día nos volveremos a encontrar, o aquí abajo ó allá arriba.

-Creo que arriba tengo yo un hijo -añadió Otto. Viktor observó las arrugas en la frente de su com­pañero, y comprendió que les habían obligado a abortar, como a Tilly.

-Entonces – concluyó- ya somos dos con hi­jos en las alturas.

-Precisamente desde las alturas nos bombardean aquí casi todos los días -Otto cambió de tema-. Así que, si oyes una sirena, tenemos que correr a re­fugiarnos o, en su caso, apagar las luces: se trata de los aviones aliados, los bombarderos B-17, más co­nocidos como «fortalezas volantes»…

-¡No tenía ni idea sobre la situación de la gue­rra! -se sorprendió el psiquiatra-. En Auschwitz todo eran rumores…

-Pues te diré de buena tinta que hace pocos me­ses, exactamente el 6 de junio de 1944, los aliados desembarcaron en Normandía; y que las tropas del III Ejército avanzan rápidamente por Francia, al mando del general Patton. Vienen hacia aquí.

-¿El general Patton? –preguntó Viktor.

Tres silbatos agudos interrumpieron la conversa­ción. Había que salir al trabajo, y el jefe del barra­cón comenzó a dar órdenes:

-¡Vamos, todos al patio! ¡A formar, gandules! -Mi querido Walter -se quejó Otto, apacible­mente-, si los recién llegados no han dormido en toda la noche…

-Ya lo sé -el jefe de barracón hizo un gesto de condescendencia-. Y ¿qué quieres que haga? Órde­nes son órdenes.

Había bondad en aquel rostro que, muy a su pe­sar, transmitía los mandatos recibidos. Otto sonrió y se dirigió a Viktor:

-Mi querido psiquiatra, te presento a Walter Bonn -dijo-. Es un holandés de una pieza, noble como pocos. Aunque le han ascendido a jefe de ba­rracón, no se le ha subido el cargo a la cabeza.

-Me llamo Viktor Frankl -el psiquiatra le ten­dió su mano.

-Encantado de tener entre nosotros a un experto -le correspondió Walter-. Pero ¡haced el favor de salir al patio!

Y, como en Auschwitz, Viktor trabajó largas jor­nadas -doce horas diarias- en los destacamentos que salían del campo a la cinco de la madrugada. Te­nía que chapotear en un declive escarpado, vaciando los artesones de un ferrocarril.

Los capataces, igual que en Auschwitz, seguían la tradición de propinar golpes a diestro y siniestro. Una vez, mientras Viktor cargaba un saco sobre sus hombros, al capataz le pareció que no trabajaba con suficiente intensidad -tal vez porque el «kapo asesino» andaba husmeando por aquella zona-. El caso es que comenzó a ensañarse con el psiquiatra, a base de golpes e insultos, hasta que fue interrumpido por una alarma aérea, que les obligó a reagruparse.

Cierto día, Otto le presentó al médico jefe del campo, el doctor Pannwitz, otro prisionero más, pero que gozaba de cierto prestigio. Era hebreo, natural de Bonn y se había especializado en cardiología.

-Tengo buenas referencias de usted, señor Frankl -dijo Pannwitz al tiempo que le saludaba cordialmente-. Me han dicho que sus investigacio­nes pueden llegar a constituir una Tercera Escuela Vienesa de Psicología.

-¡Qué más quisiera yo! -Viktor sonrió abierta­mente-. Pero el libro donde lo exponía todo lo per­dí en Auschwitz.

-Pues hay que reconstruirlo -dijeron a la vez Pannwitz y Otto-. Nunca es demasiado tarde.

-Eso me recuerda el chiste del borracho -repli­có Viktor-. Sus amigos le intentaban convencer para que dejase la bebida. Él les replicó que era ya demasiado tarde. Los amigos insistían: «¡Nunca es demasiado tarde!» Y el borracho contestó: «Enton­ces no hay por qué darse prisa».

-Seguro que usted tiene prisa por reconstruir el libro –rió Pannwitz-. Por cierto, esta noche voy a asistir a una sesión de espiritismo. Me encantaría que vinierais.

-¿Espiritismo? -se burló Otto-. No gracias, prefiero dormir.

-¿Y usted, doctor Frankl, no rechazará mi invi­tación? –suplicó Pannwitz.

Viktor no pudo negarse. Y aquella noche se en­contró en el pequeño despacho del doctor Pannwitz, dentro de la enfermería, formando un círculo con los asistentes. Al llegar, le ofrecieron una taza de té, que se bebió de un trago. Entonces el médico jefe le ofreció una segunda taza. Viktor aparentó rechazarla, diciendo:

-No gracias. Yo creo en un solo Dios: soy mono-te-ista.

-¡Bravo! –aplaudió Pannwitz.

Se inició entonces la sesión. Un prisionero, ex­tranjero para Viktor, comenzó a invocar a los espíri­tus con una especie de fórmula. Estaba sentado ante una hoja de papel en blanco, sin ninguna intención consciente de escribir.

Transcurrieron diez minutos, y el prisionero no conseguía que los espíritus se mostraran.

-Esto es lo que se llama un fracaso total -pen­só Viktor.

Finalmente, el prisionero que ejercía de médium, o intermediario con los espíritus, trazó con su lápiz unas líneas en el papel, hasta que fue apareciendo lo siguiente: «vae v.».

-¡Ha escrito «vae victis», o sea, «¡ay de los ven­cidos!» –gritó un asistente.

-Cierto -asintió el doctor Pannwitz-. ¡Ay de los vencidos en la Guerra Mundial! Y eso que no sabe latín.

El médico jefe dirigió su mirada hacia Viktor para conocer su reacción. Pero el psiquiatra sólo se encogió de hombros y arqueó sus cejas. No quiso desilusionar a la concurrencia.

Cuando Otto se enteró de lo acontecido en la se­sión de espiritismo, se burlaba de todos:

-Vaya panda de crédulos que os reunisteis ayer -le dijo a Viktor- ¿Te lo creíste tú también? «¡Ay de los vencidos!».

-Mi opinión personal -le explicó Viktor- es que seguramente nuestro médium habrá oído esas palabras alguna vez, y se ha acordado de ellas ahora que la Guerra está en su apogeo».

Pero lo que Viktor no se esperaba es que, unos días más tarde, el doctor Pannwitz se acercase a él y le dijera:

-Querido Viktor, esta noche volvemos a tener otra sesión de espiritismo. Todos contamos con tu asistencia.

-Descuida -respondió el psiquiatra-. No fal­taré.

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