¿Por qué el amor entre el hombre y la mujer es imagen del amor trinitario?

De forma sintética y profunda, Gloria Casanova, profesora del Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II, responde en este vídeo a la pregunta ¿por qué el amor entre el hombre y la mujer es imagen del amor trinitario? y explica cómo en el amor verdadero entre el hombre y la mujer hay dos personas en una íntima comunión de amor.

6 comentarios sobre “¿Por qué el amor entre el hombre y la mujer es imagen del amor trinitario?

  1. Don, en primer lugar, porque el amor de los esposos es entendido como un don del uno para el otro en el que mutuamente se dan y se reciben, convirtiéndose así en un continuo y constante regalo. Don, en segundo lugar, porque a los hijos se les entrega el don de una humanidad madura y porque ellos mismos son un don que los esposos se entregan mutuamente entre sí y que ofrecen también a los demás hermanos. Y don, finalmente, porque la gracia es definida fundamentalmente como don de Dios. Don que construye lo más íntimo del corazón humano a semejanza del ser personal de Dios y, en consecuencia, le hace capaz de convertirse asimismo en don para los demás hombres.

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  2. En una teología tradicional ha predominado un tratamiento de la persona humana como individua substantia in natura rationale según la definición clásica de Boecio. Pienso que esta definición es en sí misma inamovible, pero insuficiente para dar cuenta de aspectos esenciales de lo que es el ser humano y el ser cristiano. En una consideración exclusiva de la substancialidad personal resulta difícil expresar la vocación natural del hombre a la comunión interpersonal y, por supuesto, el orden sobrenatural queda reducido a una participación de la naturaleza divina, común a las Tres Personas Divinas, participación que se da en la persona a título individual, porque el supuesto es la persona singular.

    La extensa catequesis de Juan Pablo II en el comienzo de su pontificado dedicada a lo que él mismo llamó «la teología del cuerpo» ha abierto muchos horizontes a la reflexión teológica .

    En una primera reflexión sobre el relato del Génesis acerca de la creación del hombre, cabe destacar la pertenencia del hombre al mundo de los «cuerpos». Nuestra condición tiene una referencia básica a la materia que no puede ser ignorada nunca. El dualismo de corte neoplatónico y, más tarde, cartesiano nos aleja de nuestra propia realidad y altera profundamente el mensaje cristiano. Pero, al mismo tiempo, hay que destacar nuestra excedencia, por el alma o por el espíritu, con relación a los cuerpos. Por su inteligencia y su voluntad el hombre está abierto a la infinitud del Ser, de la Verdad, de la Bondad, de la Belleza. Si no hubiera sido por el pecado, el hombre es amigo natural de Dios . Lo más propiamente humano, lo que le distingue de los animales, es su capacidad de transcender el tiempo y el espacio para situarse en la esfera nocional y volitiva de lo eterno y de lo eviterno. El hombre tiene capacidad natural de situarse espiritualmente (en el sentido estricto del término, no en el sentido estrictísimo de lo «espiritual» como lo originado por el Espíritu Santo de modo inmediato), tiene capacidad espiritual, repito, de transcender el espacio y el tiempo de los cuerpos.

    Una segunda reflexión nos lleva a verificar que hay una dimensión del hombre distinta de la naturaleza, y esa dimensión es lo personal, como apertura a otras personas (en primer lugar, a Dios), como vocación a ser persona frente a otras personas, a ser para otras personas, a vivir en comunión con otras personas. Esta dimensión relacional del esse humanum es tan sólida y tan radical como lo puede ser el esse substantivo: es claramente mucho más que el mero esse ad predicamental . Incluso, si tenemos en cuenta el origen de cada persona humana por creación y por la regeneración sobrenatural, hay que mencionar otra dimensión relacional esse ex que también es constitutivo de la persona: somos substantivos, pero lo somos ex Deo per alios y estamos llamados ad Deum per alios.

    Nos falta ciertamente una antropología más personalista para expresar mejor la Revelación cristiana. Lo ha señalado el Papa y con él muchos otros pensadores. Recientemente lo ha señalado Julián Marías: «Los conceptos de perikhóresis o circumincessio (o circuminsessio) son problemáticos desde los conceptos de naturaleza, sustancia, subsistencia y los relacionados con ellos. ¿No valdría la pena partir de la noción de persona –sobre la cual tan poco se ha pensado- que nos es accesible, la humana? Frente a la impenetrabilidad de los cuerpos que enseña la física, referente a las cosas, se impone la evidencia de la interpenetración de las personas, que nos muestra la experiencia inmediata y cotidiana cuando no cerramos los ojos a la realidad en nombre de una teoría. Lo mismo puede decirse de la extraña «habitabilidad» mutua de las personas, sin la cual no se entiende la vida de todos nosotros en su indiscutible inmediatez.

    Este podría ser el punto de partida –Nada más- para trasladar, por vía de eminencia a la Divinidad lo que es evidente cuando nos referimos a lo que somos, las personas humanas. Puede haber ciertamente dificultades teológicas para pensar el misterio de la Trinidad: sobre todo si la teología se aferra a conceptos inadecuados, de origen ajeno al cristianismo, y se enreda en ellos. No se puede pensar a Dios como «Ser Supremo» escasamente personal, en el fondo deísta; es necesario intentar pensar personalmente a Dios, con todos los recursos de que disponemos; si se mira bien, algunos son muy recientes, y ello no es motivo suficiente para renunciar a ellos. Es menester la incorporación de lo personal a la perspectiva cristiana» .

    Por tanto, me parece que es necesario ampliar un discurso tradicional y común en la teología, según el cual la gracia supone la naturaleza, la purifica, no la sustituye, y la eleva al orden sobrenatural. Este discurso se refiere fundamentalmente a la naturaleza humana individual. También se limita a hablar de la gracia como participación de la naturaleza divina, común a las Tres divinas Personas. Como continuación de este discurso tradicional, podemos añadir algo más: a saber, que la gracia supone también la dimensión relacional de la persona humana, la purifica del pecado –esencialmente insolidario-, no la sustituye, y la eleva al orden sobrenatural, constituyéndola en partícipe de la Trinidad de Personas .

    Es bien sabido que el n. 24 de la Const. conciliar Gaudium et spes es el texto más citado y comentado en todo el Magisterio posconciliar . Hay un horizonte en el que jamás la sola razón hubiera podido vislumbrar nada y que, sin embargo, se refiere a nosotros mismos, a nuestra condición más profunda, a nuestra proyección más gozosa. Cristo nos revela y nos sitúa en una dimensión de nuestra persona realmente nueva: somos persona en la medida que estamos abiertos a Dios y a los demás. La Trinidad quiere reflejar el entramado de sus Relaciones subsistentes en nuestras propias relaciones interpersonales .

    El mismo relato del Génesis, leído con la plenitud de la fe cristiana, deja entrever en el origen del hombre y la mujer, como dos modos personales del ser humano, el comienzo de una vocación a la comunión interpersonal propia del hombre que sea reflejo del modo de ser divino . La condición de Adán y Eva , en el relato bíblico, es de gracia y justicia original y, por ello, transparentan su vocación a una comunión personal en la que Dios está presente y actuando .

    La madurez humana y cristiana, tanto ad intra como ad extra, es proceso de asimilación a Dios. No sólo el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo dejan su impronta propia en el interior del alma cristiana (teóforo, cristóforo y pneumatóforo), sino que la madurez cristiana lleva a la entrega en Cristo a los demás, a vivir la vida como servicio a Dios, a la Iglesia, a las almas, a reproducir en sí mismo lo que Cristo hizo, no vivir para Sí sino para el Padre y para todos los hombres. El Espíritu Santo conduce a esa transformación , tal como se pide en la Plegaria Eucarística IV: «Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros vivió y resucitó, envió, Padre, al Espíritu Santo…».

    La Iglesia misma es en Cristo como el Sacramento de esa íntima comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí . El misterio trinitario, entramado de relaciones subsistentes, es participado en un conjunto de personas con subsistencia propia y finita, creada, en el sentido en que esa pluralidad de personas (los cristianos por la gracia) son elevados a un entramado de relaciones vitales con las Divinas personas y entre ellos mismos, de un modo derivado. De ese modo, que excede nuestra comprensión cabal, Dios mismo se dona al hombre después de donarle la existencia ex nihilo. Se nos da ,en este segundo momento, en su realidad personal, es decir como Trinidad de Personas.

    Se entiende que en la eclesiología actual esté en alza la consideración de la Iglesia como Familia Dei . Se trata, sin embargo, de una consideración evangélica: Jesús nos llama hermanos y habla del «criado fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia». En un comentario a estas palabras escribe San Fulgencio de Ruspe: «¿Y cuál es la familia de este Señor? Sin duda, aquella que el mismo Señor ha liberado de la mano del enemigo para hacerla pueblo suyo. Esta familia santa es la Iglesia Católica, que por su abundante fertilidad se encuentra esparcida por todo el mundo» .

    En realidad, Dios mismo en su intimidad es como una familia, ya que lo característico de una familia es la paternidad (compartida por el padre y la madre), la filiación (compartida por los hermanos) y la atmósfera peculiar de afecto, de cariño, que une a todos los miembros de la familia. Pues bien, en Dios la «paternidad» es el Padre, la «filiación» es el Hijo y el amor que une a las personas es , en Dios, el Espíritu Santo . Precisando más esta idea debemos decir que lo propio de cada familia, sea natural sea de naturaleza espiritual, es reflejar a la Familia de Dios, de Quien procede toda paternidad y familia en los cielos y en la tierra .

    El proyecto o designio de Dios , anterior a la misma creación del mundo, es ampliar –por así decirlo- su propia vida, común a las Tres Divinas Personas, para comunicarla a una multitud de personas (vocacionalmente, la humanidad entera). Dios ha querido, por pura liberalidad , ampliar su propia Familia (en la que consiste Él mismo) invitando a formar parte de la misma a una multitud de hijos, hijos de Dios Padre en el Hijo por la acción del Espíritu Santo.

    La Iglesia es el Sacramento de esa Comunión divina extendida, ampliada –por decirlo así- a los hombres. Citamos al P. Bandera: «El misterio de la Trinidad es el gran foco que ilumina el templo de su morada entre los hombres: este templo espiritual que es la Iglesia. La Trinidad se revela de muchas maneras. Pero donde más esplendorosamente se da a conocer es en el misterio pascual de su Hijo, un misterio al cual el Hijo es conducido bajo la guía del Espíritu Santo que el Padre envía sobre él, pero que es, ante todo, misterio del Hijo mismo. Es el misterio que, como se ha dicho
    repetidas veces expresa lo más típico del Nuevo Testamento, del Evangelio, de la Ley nueva. Por eso
    lo primario en el Nuevo Testamento, lo que sirve para definirlo, si fuera posible dar una definición, no
    es la gracia del Espíritu Santo impresa en el corazón, sino la renovación de aquel misterio por medio
    de la celebración eucarística. La Iglesia tiene la conciencia de que, celebrando la eucaristía, renueva
    el misterio de la alianza nueva y eterna».

    ALMUDI

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  3. Cada sacramento constituye una efusión del Espíritu que configura al creyente respecto a diversas facetas de la Persona de Cristo. También el matrimonio es un sacramento, y como tal, implica una efusión singular del Espíritu de Cristo en los novios. Este hecho se significa elocuentemente en la solemne “bendición nupcial” durante el rito del matrimonio en la cual el celebrante implora al Señor: “Envía sobre ellos la gracia del Espíritu Santo, para que tu amor, derramado en sus corazones, los haga permanecer fieles en la alianza conyugal”, tal como se recuerda en la misma exhortación Familiaris consortio, n. 4.

    La originalidad del don del Espíritu en el matrimonio estriba en que se trata de una efusión del Espíritu que los configura con el amor esponsal de Cristo, por el que se entrega por la Iglesia, constituyéndola limpia y sin mancha ante sí. Se trata de una dimensión singular de su entrega de amor que ahora se actualiza en la promesa de amor mutuo y total del hombre y la mujer bautizados. Su propia entrega se convierte en un “sacramento”, esto es, en un misterio de salvación donde se hace presente la alianza de Cristo con su Iglesia.

    A través de esta efusión singular del Espíritu, la carne de ambos es ungida en una forma nueva haciendo que ambos se conviertan en una sola carne, pero a la vez, habilitando su carne a convertirse en verdadero sujeto de amor salvífico. Se trata de una unción que toca la carne y sus propiedades y las va trasformando paulatinamente. De esta forma, todos los dinamismos del amor ahora quedan plasmados de una forma original: el amor conyugal, con toda la riqueza de dimensiones y matices que implica, se convierte en verdadera caridad conyugal.

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