El pecador no necesita ser juzgado, sino recibir misericordia y amabilidad

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En otra ocasión, Jesús contempló la triste miseria de una mujer sorprendida en adulterio y se compadeció de ella, porque veía un alma humana, la criatura más bella y noble de su Padre: un hijo de Dios; y, movido por su amor misericordioso, se volvió hacia esa alma y le dijo: «Tampoco yo te condeno». Palabras llenas de piedad, de confianza, de amor, de disposición al perdón. El pecador no necesita ser juzgado, sino recibir misericordia y amabilidad. La amabilidad ha convertido a más pecadores que el celo, la elocuencia o la sabiduría.

A menos que seas un sacerdote en el confesionario, no puedes pronunciar una sola palabra que redima al pecador de su miseria espiritual, pero sí cuentas con el poder de tu amable manera de hablar. Una palabra oportuna, pronunciada con prudencia y afecto, tiene un poder extraordinario. Y dispones también del silencioso —pero todavía más elocuente— lenguaje del buen ejemplo, que habla más alto que las palabras. Finalmente, cuentas con las poderosas palabras de la oración, con la que puedes salvar las almas de los hombres obteniéndoles la gracia de la conversión.
Emplea estas palabras, igual que Cristo empleó sus palabras llenas de poder. Tu misión en la vida es la de reconquistar para Dios este mundo suyo, infeliz y díscolo, y devolverlo a Él. Haces con el pecador una magnífica obra de caridad cuando le ayudas a liberarse de la miseria del pecado para ponerlo en el camino que conduce a la paz de Dios y a la vida eterna.
Y rindes también un servicio a Dios, que se mantiene siempre al lado del pecador y hace suyos sus intereses. El pecador ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, aunque esa sagrada y hermosa imagen esté distorsionada y profanada por el pecado. Debes sentirte urgido a restaurar la imagen de Dios en el alma del pecador. Tienes que colaborar, si es que puedes hacerlo. En el pecador no es solo la imagen de Dios la que sufre; en cierto modo, como dice san Pablo, Dios mismo es deshonrado y crucificado: «Crucifican al Hijo de Dios y lo escarnecen».
Es una obra espléndida convertir al pecador y, por así decirlo, quitar los clavos de las manos y los pies de su Dios que, cosido al madero del pecado, sufre en el alma del pecador. Y es también un inmenso favor que te haces a ti mismo. Como hijo de la eternidad, eres consciente de la urgencia de esforzarte por alcanzarla. Ese anhelo de tu alma quedará plenamente satisfecho si tiendes tu mano para ayudar en la obra de la salvación de las almas. San Ignacio de Loyola nos dice: «Os aconsejo que os dediquéis a ayudar al alma del prójimo de modo que siempre podáis procurar a la vuestra el cuidado necesario para guardarla y perfeccionarla en todas las virtudes, para gloria de nuestro Señor». (L. G. Lovasik en El poder oculto de la amabilidad)

10 comentarios sobre “El pecador no necesita ser juzgado, sino recibir misericordia y amabilidad

  1. En las parábolas de la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que nunca se da por vencido hasta que absuelve el pecado y supera el rechazo con compasión y misericordia. Conocemos esas parábolas; tres en particular: la oveja perdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo (cfr. Lc 15,1-32). En estas parábolas, Dios se presenta siempre lleno de alegría, sobre todo cuando per-dona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se presenta como la fuerza que vence todo, que llena de amor el corazón y consuela con el perdón.

    De otra parábola, además, podemos extraer una enseñanza para nuestro estilo de vida cristiano. Preguntado por Pedro sobre cuántas veces hay que perdonar, Jesús responde: No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete (Mt 18,22), y cuenta la parábola del siervo despiadado. Este, llamado por el patrón a devolver una gran suma, le suplica de rodillas y el patrón le perdona la deuda. Pero inmediatamente encuentra a otro siervo como él, que le debía unos pocos denarios, y le suplica de rodillas que tenga piedad, pero él se niega y lo hace encarcelar. Entonces el patrón, advertido del hecho, se irrita mucho y, volviendo a llamar al siervo, le dice: ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti? (Mt 18,33). Y Jesús concluye: Lo mismo hará mi Padre celestial con vosotros, si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos (Mt 18,35).

    La parábola nos ofrece una profunda enseñanza. Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos. Así pues, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros, en primer lugar, se nos aplicó esa misericordia. El perdón de las ofensas se convierte en la expresión más evidente del amor misericordioso y, para los cristianos, es un imperativo del que no podemos prescindir. ¡Qué difícil es muchas veces perdonar! Sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para lograr la serenidad del corazón. Olvidar el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices. Acojamos pues la exhortación del Apóstol: No permitáis que la noche os sorprenda enojados (Ef 4,26). Y, sobre todo, escuchemos las palabras de Jesús, que señaló la misericordia como ideal de vida y criterio de credibilidad de nuestra fe: Dichosos los misericordiosos, por-que encontrarán misericordia (Mt 5,7), es la bienaventuranza en la que hay que inspirarse

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