La cortesía se hace patente en la manera de conversar. No sabes escuchar si en cualquier conversación lo único que te importa es llevar la voz cantante y no manifiestas ningún interés por nada de lo que dicen los demás; si te sientes incómodo mientras hablan los otros y te dedicas a pensar en lo que vas a decir tú en cuanto tengas ocasión; si subestimas la verdad o el valor de lo que se dice, metiendo siempre baza con algo más importante y rematando lo que cuentan de un modo más conveniente; si interrumpes para poder hablar, y evidencias así tu orgullo y tu vanidad; o si eres incapaz de guardar silencio mientras otros intentan mantener una conversación.
Sabes escuchar si prestas atención a los demás con seriedad e interés porque consideras que no eres omnisciente, y que siempre tienes algo que aprender: solo los tontos están tan metidos en sí mismos y en sus propias ideas que se aburren de oír a otros. Sabes escuchar si callas tanto como hablas, porque de ese modo deseas mostrar tu comprensión y consideración hacia alguien. El que sabe escuchar traslada a su conducta las virtudes de la humildad y la caridad. Estas virtudes son aún mayores cuando se trata de conversaciones aburridas, triviales o que demuestran ignorancia. Si obras así, harás felices a los demás, te ganarás su confianza y abrirás la puerta a muchas otras manifestaciones de la caridad.
Es una falta de caridad ignorar a alguno de los interlocutores en una conversación. Así ocurre cuando, en un grupo de tres o más personas, dos de ellas se enfrascan en un tema cuyo interés excluye completamente al resto: una actitud que nace del egoísmo y la suficiencia. Si caes en conversaciones tan egocéntricas como estas, no haces sino revelar tu pequeñez. La caridad exige —y las normas de cortesía (que son la caridad llevada a la práctica) prescriben— que tus intereses personales se subordinen a los intereses del grupo. Y esto vale para todos: no menos para los famosos que para la gente corriente.
Fuente: “El poder ocult de la amabilidad” por L.G. Lovasik
La Sagrada Escritura cubre de elogios a quienes saben escuchar, y desdeña en cambio la actitud de quienes no prestan atención a los demás. “Oído que escucha reprensión saludable, habita en medio de sabios”, dice el libro de los Proverbios; y el apóstol Santiago aconseja “que cada uno sea diligente para escuchar, lento para hablar y lento para la ira”. En ocasiones, los hagiógrafos recurren incluso a una fina ironía: “hablar a quien no escucha, como despertar a alguien de un sueño profundo”.
Podría parecer que escuchar es deber exclusivo del que tiene que aprender. Pero no. Es también necesario para quien quiera enseñar y ayudar. Cuando queremos a alguien la llegamos a conocer más profundamente y deseamos ayudarla, y para eso nos damos cuenta de que debemos escucharla. Claro que esto pide confianza y lleva su tiempo.
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Muy bonito Rosa. Gracias
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