Dios “es humildad”

2fb62ad02ab6878d5cd60Fuera de la revelación cristiana podemos decir que la humildad no ha ido más allá de la recta valoración de las propias limitaciones. En efecto, la referencia a un Dios personal, trascendente y creador, provee a la humildad su primera característica de reconocimiento de ser criatura, de los límites del existir; y vividos también como condición pecadora. La humildad es la verdad.

También para los Padres como para los místicos, la humildad es una actitud general del espíritu, que mueve a la obediencia a la voluntad del Padre y al servicio al prójimo.

Para Agustín se trata de “cape prius humilitatem Dei…, cape ergo humilitatem Christi” (tener la humildad de Dios…, tener la humildad de Cristo), refiriéndose a Mt 11,29: aprended de mi que soy manso y humilde corazónFrancisco de Asís llegará a decir que Dios “es humildad” (Alabanzas del Dios altisimo, 4).

La actitud humilde de Cristo manifiesta que la humildad está en el centro de la vida divina: es la percepción inmediata de su amor (1 Jn 4,8.16). ¿Acaso la kénosis del Hijo no remite a un misterio kenótico que se ha de situar en el centro de la Trinidad? La teología clásica ve la subsistencia de las Personas divinas en sus relaciones: su ser es un esse ad; están en perfecto ek-stasis. 

En su eternidad el Hijo, siempre ha sido humilde. Ya lo era cuando imprimía su Logos en el mundo. Tampoco necesitaba crear, pero en su amor transmitió el ser al universo. Y en su humildad creó al ser humano y lo hizo libre, para que lo amara sin obligación, por decisión voluntaria. La humildad lo llevó a exponerse al rechazo de su criatura.

Y al llegar la plenitud de los tiempos (abreviamos así las humillaciones que sufre este Dios a manos de su pueblo), se encarnó. Sí, increíble pero cierto, Dios se hace hombre, se abaja, se humilla, se anonada, según los verbos que utiliza la Escritura… Y después nace… todos sabemos dónde: en un establo, en un pesebre. Un hogar pobre, campesino, de una aldea remota, donde se hablaba un dialecto… Por eso puede decir: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». «Para que tú y yo sepamos que no hay otro camino, que solo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia” (San Josemaría, Amigos de Dios, 97).

2 comentarios sobre “Dios “es humildad”

  1. ¿Podemos hablar de “humildad” en Dios?

    Recapitulemos cuanto hemos intentado ofrecer en relación con nuestro conocimiento de Dios.
    Primero, si nos situamos en el plano de la razón natural (de la teología natural y de la metafísica) diremos que nosotros, en virtud de la huella que la Causa primera pone en sus efectos, podemos atribuir a Dios las perfecciones puras que se dan en las cosas creadas de manera imperfecta y fragmentada. Con tal atribución no alcanzamos un concepto común a Dios y a las criaturas, puesto que −como insiste Tomás de Aquino− Dios no está comprendido en género alguno, sino que está más allá de todas las atribuciones que podamos pensar. En su absoluta simplicidad, Dios no es ya que posea tales perfecciones, sino que Él es esas perfecciones y de modo que escapa a nuestro conocer. Las atribuciones que le aplicamos no son, pues, unívocas, pues no pueden delimitar el ser de Dios: la Causa trasciende infinitamente sus efectos. Pero tampoco son equívocas, ya que hay cierta semejanza o proporción entre la Causa y sus efectos según la analogía, katà tèn analogian. En otras palabras, la analogía implica que la perfección existe “formalmente” en Dios, pero no sería verdadera si en su afirmación no incluimos la negación de toda imperfección (inherente al orden creado y, por tanto, a nuestro conocimiento).

    Segundo, si nos situamos en el plano de la Revelación, es decir, de la Palabra que Dios nos dirige, las palabras que usa, tomadas de nuestro lenguaje, adquieren una “plusvalía” que enriquece el valor de nuestros conceptos, trascendiendo sus limitaciones, pero no oponiéndose a ellos (ya hemos aludido a que el concepto que tenemos de paternidad es el presupuesto de la palabra divina; pero cuando Dios se autorrevela como “padre” expresa en nuestro lenguaje un significado infinitamente más rico que el que tenía en nuestro concepto). Se establece así, por iniciativa divina, una más alta relación entre Dios y la criatura humana y nuestro lenguaje queda verdaderamente ennoblecido.

    La cuestión es más clara cuando nos referimos a las perfecciones puras y cuando es Dios quien toma la iniciativa en su autorrevelación. Pero la dificultad se hace mucho mayor cuando somos nosotros los que tomamos la iniciativa atribuyendo a Dios perfecciones que vemos en la criatura, como es el caso de la virtud de la “humildad”.

    No cabe duda de que en el hombre, la humildad es una virtud, puesto que la perfección humana es sólo relativa, no absoluta. Por tanto la criatura humana que es humilde reconoce interna y exteriormente sus limitaciones y defectos; en primer lugar, al verse ante Dios, ante el que se considera infinitamente pequeño, defectuoso, imperfecto y absolutamente necesitado de Él, ante cuyo honor se humilla; y, en segundo lugar, también por ser consciente de que todos los bienes que posee son recibidos de la bondad y liberalidad divinas, se humilla ante sus semejantes, que han recibido mayores gracias de Dios, o pueden recibirlas, por lo que nunca se considera superior a las demás criaturas humanas.

    Como plantea concisamente el Aquinate, por ser Dios absolutamente perfecto, no puede considerarse a Sí mismo, de ninguna manera, inferior a los seres creados, y, por tanto, propiamente hablando «no cabe en Él la humildad según su naturaleza divina, sino sólo en virtud de la naturaleza asumida». Ahora bien, si contemplamos la humildad desde su opuesto la soberbia, «deseo desordenado de la propia excelencia», podemos decir que Dios ama su indudable e infinita excelencia, pero no de modo desordenado, sino conforme a su propia naturaleza divina. Así, Sb 8, 1 proclama que [la Sabiduría de Dios] «Alcanza con vigor de un confín a otro confín / y gobierna (diokeî) todas las cosas con benignidad (jrêstôs)», y el Sal 145, 9: «El Señor es bueno con todos, / y su misericordia se extiende a todas sus obras».

    En efecto, no es difícil darnos cuenta de que Dios no se impone a la criatura humana con prepotencia, sino que escogió el camino de la synkatábasis, condescendencia, hacia la criatura humana, hasta llegar al acto, increíble si no hubiera sucedido, de la Encarnación del Verbo. Pero la misma synkatábasis ¿no es un descenso, un bajar, ¿abajarse?, divino hasta la condición de la naturaleza humana? ¿No habrá que «releer» el tan sabido texto de Flp 2, 5-8 en la perspectiva no sólo del anonadamiento, de la humillación de Cristo Jesús, sino, de alguna manera, de toda la Trinidad? «Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros». Las citas de la Biblia a este respecto serían innumerables. San Pablo habla del tiempo de la paciencia (anojê) de Dios, en el cual permitió (eíasen) que las gentes siguiesen sus propios caminos. A partir de Abrahán, según el discurso de San Esteban en Hechos, se habla del tiempo de la promesa (jrónos tês epangelías), promesa que tendrá su cumplimiento en Jesucristo. Dios, siendo Señor de la Historia, deja en su liberalidad que la criatura humana sea el sujeto de tal historia, sin imponerle por la fuerza su plan divino de salvación. Dios permanece, quasi in occulto, debajo de los eventos, invitando al hombre suaviter a que se adhiera libremente a los designios divinos. ¿No constituye todo el misterio salvífico divino una condescendencia, un abajamiento de Dios hacia la persona humana, «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»?.
    José María Casciaro

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