Sí, quiero [7]: ¿Cómo aman los esposos?

Aquí os dejo con este otro gran tema.

La sexualidad en el matrimonio requiere delicadeza, comunicación y entrega mutua. La castidad conyugal. ¿Qué esta permitido dentro de la castidad conyugal? La sexualidad como apertura a la vida. Origen de la mentalidad anticonceptiva. Métodos naturales y anticonceptivos. Algunos falsos prejuicios hacia los métodos naturales.

Fuente: DVD disponible en nuestra tienda web: http://www.encristiano.com/documental…

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«SÍ, QUIERO: Claves para un Matrimonio Feliz» es una serie de 12 vídeos de 15 minutos cada uno sobre el noviazgo y el matrimonio. 2 dvds y un libro que ayudarán a los novios a prepararse bien para el matrimonio.

2 comentarios sobre “Sí, quiero [7]: ¿Cómo aman los esposos?

  1. La reflexión sobre el lugar que ocupa la moral en la catequesis me lleva a tratar sobre esta originaria llamada al amor y sobre la virtud que la hace posible: la castidad. Esta convocación al amor, que es propia de los esposos cristianos, como su vocación específica, en el marco de la universal vocación a la santidad, se realiza de hecho mediante un camino de crecimiento personal y común, sostenido por la gracia sacramental de Cristo. Por lo demás, toda vocación a la santidad tiene, por naturaleza, una dimensión esponsal, verificada y realizada en la caridad de Cristo hacia la Iglesia, su Esposa. De hecho, aquella universal llamada a la santidad, de la que habla el Concilio Vaticano II en el capítulo quinto de la Lumen gentium, es una vocación eclesial a la comunión de las personas, en el don de sí y en la acogida del otro.

    El matrimonio es una específica forma vocacional, en la que la llamada a la santidad pasa a través del signo de la conyugalidad entre el varón y la mujer. La participación en la caridad de Cristo, hecha posible por un don específico del Espíritu, debe expresarse en la unidad corpóreo espiritual de los cónyuges, abierta a la transmisión de la vida. Así, se establece una identificación vocacional de las personas de los esposos, juntamente “con-vocados” (llamados conjuntamente) y se configura su específica misión eclesial.

    La capacidad esponsal de un don de sí total y fecundo, fiel y creativo, de los esposos, encuentra su fuente en la Cruz de Cristo, en su cuerpo de Esposo: “tomad y comed, esto es mi cuerpo. Haced esto en memoria mía”. Así el matrimonio se hace sacramento en un sentido nuevo e incomparablemente más pleno que el creatural. No es ya sólo el sacramento natural del amor de Dios creador: ahora es también el signo eficaz del amor de Cristo por su Esposa, la Iglesia. Este misterio es grande (Ef 5). Incluso la caída, el pecado, la infidelidad son reabsorbidos en la misericordia y el perdón. Incorporado en el amor redentor de Cristo, mediante la Iglesia, el amor humano puede llegar a su término y la capacidad del don de sí y la acogida del otro puede ser transfigurada y llevada a su plenitud.

    Entonces, el amor originario es aquel de Cristo por la Iglesia: sobre este amor la esponsalidad humana está llamada a enraizarse y modelarse. El matrimonio está, por lo tanto, en el corazón del misterio de la Iglesia y la Iglesia está en el corazón del matrimonio. Ser “familia”, ser varón y mujer casados, no es algo sobreañadido extrínsecamente al ser cristiano: es una modalidad vocacional, mediante la cual se expresa en el mundo el misterio de la Iglesia, amada por Cristo. Y en este radicarse en Cristo, el amor humano encuentra su significado y la fuerza para llegar a su término.

    La redención no es, sin embargo, automática: es libre, es un camino en la historia que pasa a través de la Cruz: la Cruz de Cristo que hace posible nuestra cruz y la transforma en vía de redención. El cristiano se descubre pecador, constata su pecado cada día, también en el campo de la sexualidad. Y sin embargo, no debe mirar la sexualidad con hastío, como una fuente de peligro y de pecado, sino como camino, que en la comunión con Cristo readquiere su dignidad y la posibilidad de ser una gracia. La predicación de Jesús al respecto es muy exigente: llama a la fidelidad absoluta (sin posibilidad de divorcio); a la pureza no sólo en las acciones, sino hasta en las más profundas intenciones del corazón, a la pureza incluso de la mirada. Pero esta llamada no es para condenar al hombre pecador o para desalentarlo con un ideal imposible a las fuerzas humanas. Al contrario, es para llamarlo a la grandeza de su vocación y para ofrecerle, con la gracia, la posibilidad de ponerse en camino.

    El tema de la castidad conyugal se introduce precisamente en este punto, cuando nos preguntamos: ¿cómo es posible corresponder a este proyecto de Dios que convoca a los esposos a manifestar en su amor humano, el amor creativo y redentor de Dios? ¿Cómo la fuerza salvífica del amor divino, del amor eucarístico de Cristo, se introduce en el amor humano entre los esposos y lo hace capaz de expresar el don sincero de sí y la acogida del otro, en la apertura a la vida? La respuesta es posible mediante la adquisición de una virtud: la castidad conyugal, entendida como la virtud del amor verdadero.

    La castidad no goza hoy de buena fama, como, por lo demás, sucede con el resto de las virtudes. Cuando se pronuncia el nombre de virtud surge una idea de mediocridad: una actitud de vida carente de empuje, temerosa de enfrentarse a lo humano y sus riesgos, a fin de cuentas, más bien egoísta, cerrada en sí misma y dirigida sólo a un autoperfeccionamiento.

    En particular, estamos habituados a pensar que la castidad se opone a una vida emotiva rica y sensible: el hombre perfectamente casto sería aquel que ha reprimido todas las emociones de naturaleza sexual, tendiendo a eliminar su deseo. Pero éste es el ideal estoico de virtud, como eliminación de las pasiones y de los deseos: el ideal de la perfecta indiferencia. No es, sin embargo, el ideal cristiano. De hecho, para el cristiano, la castidad no es represión de las pasiones, sino sobre todo la virtud que hace posible el amor auténtico, integrando las dimensiones del instinto y de la afectividad en la dinámica de la maduración personal hacia el don de sí y la acogida del otro. Una virtud que abre a la relación con los demás, en el reconocimiento de su dignidad de personas. Una virtud que es fruto en nosotros del Espíritu Santo, en cuanto realiza la caridad en la dimensión sexual de nuestras relaciones.

    Se puede comprender ahora cuál es la imagen verdadera de una ética sexual cristiana y sacar, por tanto, las conclusiones pertinentes a una perspectiva catequética. La ética sexual cristiana, verdaderamente adecuada a la verdad del hombre y de la mujer, capaz de responder al desafío de la “revolución” sexual, está igualmente distante de dos extremos: el rigorismo y el permisivismo .

    El rigorismo tiene como ideal un “amor sin eros”, o también un “ethos sin eros”: la sexualidad viene justificada sólo en cuanto está orientada a la procreación. El elemento subjetivo del placer sexual o de la afectividad está visto con sospecha y viene contrapuesto a la finalidad objetiva de la sexualidad, la única buena. Esta posición es incapaz de asegurar una equilibrada valoración de todos los aspectos de la sexualidad desde el punto de vista existencial. La tendencia hacia el placer, no entendida en sus aspectos positivos, resulta sumergida al inconsciente, y la emotividad queda como una brújula sin rumbo, de la que se debe tener siempre miedo.

    En el polo opuesto está el permisivismo, que es el reverso de la misma moneda. Aquí, el verdadero y único fin de la sexualidad es el placer subjetivo, mientras la procreación es vista como un factor accidental, de naturaleza sólo biológica, que puede perturbar la “libre” satisfacción de las pulsiones. La dimensión sexual, en vez de ser elevada a nivel personalista, viene escindida del aspecto interior y espiritual. Centrando la experiencia sexual sólo en el placer individual, el permisivismo le impide desarrollarse en una relación estable de dedicación recíproca entre dos personas. Esto taza los lazos que unen la sexualidad a la familia y a la procreación. El ideal es aquí un “eros sin ethos” o también un “eros sin amor”.

    Sólo aparentemente estas dos posiciones son antitéticas. En realidad convergen en un punto: suponen que es posible escindir el gozo derivado de la satisfacción del instinto, la implicación emotiva y afectiva, la procreación (reducida al aspecto biológico solamente) y el amor entre las personas. Finalmente, suponen una separación de la sexualidad de la persona y del amor.

    Como conclusión puedo decir que la posición cristiana consiste en afirmar la unidad de las dimensiones: el “ethos” (es decir, el respeto y el amor a la persona por sí misma, en la acogida y en el don de sí) es la forma madura del “eros”. “Ethos” y “eros”, lejos de contraponerse como enemigos, están llamados a encontrarse y a fructificar juntos. Precisamente al subordinarse al “ethos”, el “eros” se conserva y se mantiene. La castidad implica una justa valoración del cuerpo y de la sexualidad que no es represión ni tampoco idolatría. La ética cristiana recuerda que no está en el cuerpo, reductivamente considerado, la clave de la verdadera felicidad, tampoco de la sexual. Se encuentra, sobre todo, en la totalidad de la persona, en la que está impresa la imagen de Dios, llamada a vivir el don de sí y la acogida del otro y a expresar así, también mediante la sexualidad, aquella comunión de personas, que la hace semejante, de algún modo, a la perfección de la vida de Amor de la Santísima Trinidad.

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