El Papa en la semana: «Compasión» y «misericordia»

  • “Compasión” y “misericordia”, fueron los conceptos que utilizó el Pontífice a la hora del ángelus dominical del pasado 9 de junio, para recordarnos que el amor de Dios por el hombre, está siempre “en contacto con la miseria humana”. “Pero el Señor -dijo el Papa- nos mira siempre con misericordia, nos espera con misericordia».
  • “La realidad a veces oscura, marcada por el mal, puede cambiar, si nosotros en primer lugar llevamos la luz del Evangelio sobre todo con nuestra vida”. En la audiencia general del miércoles 12 de junio el Papa Francisco trazó una especie de identikit de lo que el Concilio Vaticano II ha definido como “pueblo de Dios”, precisando que el Señor invitaba a todos a formar parte de este proyecto sin tiempo. La Iglesia no es un “grupo exclusivo”, dijo el Pontífice, todos deben poder sentirse acogidos, amados, perdonados, “la Iglesia debe estar con las puertas abiertas”. Y nos convertimos en miembros del “pueblo de Dios”, prosiguió el Santo Padre, a través de “un nuevo nacimiento”, el “de lo alto, del agua y del Espíritu”; mientras se progresa siguiendo y difundiendo la “ley del amor”, que no pude reconducirse a un “estéril sentimentalismo”, sino al “reconocer a Dios como único Señor de la vida y, al mismo tiempo, a acoger al otro como verdadero hermano, superando divisiones, rivalidades, incomprensiones, egoísmos”. 

“Cuando vemos en los periódicos o en la televisión tantas guerras entre cristianos. ¿Pero cómo se puede entender esto? En el pueblo de Dios, ¡cuántas guerras! Pero en los barrios, en los lugares de trabajo, cuántas guerras por envidia, celos. También en la misma familia, cuántas guerras internas. Debemos pedir al Señor que nos haga entender bien esta ley del amor. Qué bueno, que bello es amarnos unos a otros como hermanos verdaderos. ¡Qué bello es esto! Hagamos una cosa hoy: quizá todos tenemos simpatías y no simpatías y quizá tantos de nosotros estamos enojados con algunos. Al menos digamos al Señor: “Señor, yo estoy enojado con este, con esta. Yo rezo por él y por ella. Te pido”.

  • El camino de la Iglesia va en continuidad con el Espíritu Santo, y no se deben imponer reglas que maten los carismas. Lo dijo el Papa en su homilía de la misa matutina del 12 de junio, ante la presencia de los religiosos y religiosas del dicasterio vaticano para la Vida consagrada. Esta tentación de ir hacia atrás, porque estamos más “seguros” atrás: pero la seguridad plena está en el Espíritu Santo que te lleva hacia adelante, que te da esta confianza -como dice Pablo– y esta confianza el Espíritu, que es más exigente porque Jesús nos dice: “En verdad yo les digo: hasta que no hayan pasado el cielo y la tierra, no pasará una sola iota de la ley”. ¡Es más exigente! Pero no nos da esa seguridad humana. No podemos controlar al Espíritu Santo: ¡este es el problema! Esta es una tentación. (Fuente: Producción de María Fernanda Bernasconi)

Síntesis de las homilías del Papa Francisco en las Misas que celebra todas las mañanas en la Capilla de la Casa de Santa Marta.

Un comentario sobre “El Papa en la semana: «Compasión» y «misericordia»

  1. Jesús no es solamente un maestro, ni solamente un profeta. Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. En Él, en toda su figura, en sus palabras y en sus obras, nos sale al encuentro el amor de Dios; un amor siempre dispuesto a la misericordia y al perdón. San Pablo se dejó atraer por el amor de Cristo hasta el punto de decir: “Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Ga 2, 20).
    San Pablo describe de este modo la experiencia de la fe y del Bautismo. Por la fe, nos adherimos a Cristo y así Él vive en nosotros y nosotros en Él. En el Bautismo, explicaba Benedicto XVI a propósito de estas palabras de San Pablo, “se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia” (15.IV.2006).
    La existencia nueva que la adhesión a Cristo hace posible implica una lucha continua contra el pecado, que es lo único que nos puede separar de Él, y que, separándonos de Él, acorta las perspectivas de nuestra vida, nos reduce al horizonte estrecho de un yo egoísta.
    El movimiento de conversión tiene como principal motor el amor a Dios. La mujer pecadora que va al encuentro de Jesús se deja mover por el amor. El relato de San Lucas abunda en verbos, que expresan las acciones que el amor suscita en aquella mujer: se entera de donde está Jesús, va a la casa de un fariseo con un frasco de perfume, se coloca junto a los pies del Señor, llora, riega los pies de Jesús con sus lágrimas, los enjuga con sus cabellos, los cubre de besos, los unge con el perfume… (cf Lc 7,36-8,3).
    La mujer va más allá que el rey David. El profeta Natán, con sus palabras, pone a David ante su pecado: Había matado a Urías para quedarse con su mujer. Y, ante la consideración de la fealdad del pecado, David reconoce su culpa: “He pecado contra el Señor” (cf 2 S 12,7-10.13).
    De algún modo, podemos ver reflejada en la conducta de la mujer y en la de David la actitud de la contrición, que es uno de los actos que integran el sacramento de la Penitencia. La contrición, nos dice el Concilio de Trento, es “un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar”. Si es imperfecta; es decir, si nace del reconocimiento de la maldad del pecado o del temor a la condenación, no es suficiente para obtener el perdón, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia.
    En cambio, la contrición perfecta, que brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, perdona por sí misma las faltas veniales y también los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto como sea posible a la confesión sacramental (cf Catecismo 1541-1543).

    Podemos reconocer en la doctrina de la Iglesia la singular ecuación que formula Jesús: “sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor: pero al que poco se le perdona, poco ama”. A quien mucho ama, mucho se le perdona; y al revés, a quien mucho se le perdona, mucho ama.
    Cada uno de nosotros está llamado a verificar en la propia vida la relación que vincula amor y perdón. Vayamos, como la mujer pecadora, al encuentro de Jesús. Entremos en la casa donde Él mora. Esa casa ya no es la casa del fariseo, sino la Iglesia, cuyas puertas del perdón están siempre abiertas para cualquiera que vuelva del pecado. Como decía San Agustín, que tanto supo de amor y de perdón: “En esta Iglesia es donde revive el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado” (Sermo 214,11).

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