Milagros de distinta categoría.

En «Cartas a los hombres» nos cuenta Jesús Urteaga la historia de un niño con su cuerpo deforme. La mal entendida compasión de los padres y sus excesivos mimos acabaron haciendo que también su alma fuese deforme: convirtieron al pequeño en un auténtico tirano, incapaz de pensar más que en sí mismo.

Un día el chico decidió que lo llevasen a Lourdes. Los padres, incapaces de negarle nada, aceden, a pesar del esfuerzo económico que les supone. Pasa el Santísimo por entre los enfermos. El sacerdote se detiene con la Custodia frente al niño: Dios bendice al pequeño. Los ojos de la madre se han cerrado en oración. Los ojos del hijo se han abierto. La madre se inclina sobre su pequeño, le besa y le dice al oído:

• Hijo, ¿has pedido a Jesús que te curase?

Y el pequeño, con una alegría desconocida en él, responde:

– No, mamá. Mira a ese niño, ¡qué cabezón tiene!Le he pedido que le cure a él, que lo necesita más que yo.

La madre, con lágrimas en los ojos, se arrodilló junto a la camilla dando gracias a la Virgen por el milagro.

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Hoy leemos en las lecturas de la Misa, que a Elías no le faltó el alimento en ningún momento. Una vez el torrente dejo de manar agua por la sequía, se refugia en la casa de una viuda de Sarepta, y allí es alimentado por ella, gracias a un milagro cotidiano de tipo alimenticio: «La orza de harina no se vació, la alcuza de aceite no se agotó»

El Señor hace milagros ordinarios de continuo en favor nuestro, muchas veces sin ni siquiera darnos cuenta. Como dice el salmo 4 de hoy: «Hace brillar sobre nosotros la luz de su rostro».

Que nuestra oración sea más confiada. El gran argumento del salmista es su propia experiencia: «hizo milagros en mi favor». Es como si nos estuviera diciendo a ti y a mi, hoy: «prueba y veras lo maravilloso que es vivir según el plan de Dios «.

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