Del ateísmo a la fe (1): superstición y religión

He vuelto a releer algunos capítulos de este buen libro,¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe, por Francis S. Collins. Y voy a ir poniendo algunos de los fragmentos del libro que me parecen más interesantes. Aquí pongo un pequeño índice o resumen de los diversos post que ponga. Espero que os resulte de interés:

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En su libro, Francis S. Colins tras una interesante introducción, empieza el capítulo 1 contando un poco su vida y su evolución intelectual: pasando del agnosticismo al ateísmo: ya desde su adolescencia y «aunque en ese momento no conocía el término, me convertí en agnóstico, término acuñado en el siglo XIX por el científico T. H. Huxley para indicar a alguien que sencillamente no sabe si Dios existe o no. Hay toda clase de agnósticos, algunos llegan a esta posición tras un intenso análisis de la evidencia, pero para muchos otros es simplemente una postura cómoda para evitar considerar los argumentos que los ponen en aprietos en ambos bandos. Definitivamente, yo estaba en la segunda categoría. De hecho, mi afirmación de «no lo sé», iba más por el sentido de «no quiero saber». Como un joven que crecía en un mundo lleno de tentaciones, era conveniente ignorar la necesidad de ser responsable ante cualquier autoridad espiritual más alta. Practicaba un patrón de pensamiento y de conducta que el notable estudioso y escritor C. S. Lewis llamaba «ceguera deliberada»…» Gradualmente me convencí de que todo en el universo se podía explicar con ecuaciones y principios de física. Cuando leí la biografía de Albert Einstein y descubrí que no creía en Yahvé, el Dios del pueblo judío, a pesar de su fuerte postura sionista después de la Segunda Guerra Mundial, reforcé mi conclusión de que ningún científico pensante podía sostener seriamente la posibilidad de la existencia de Dios sin cometer alguna clase de suicidio intelectual. Así que gradualmente pasé del agnosticismo al ateísmo. Me sentía muy cómodo al desafiar las creencias espirituales de cualquiera que las mencionara en mi presencia, y descartaba tales perspectivas como sentimentalismo y superstición fuera de moda.»

A la edad de 22 años, ya estaba casado y con una hija. Y aunque la vida académica le gustaba, le desanimaba la idea de que «lo más probable era que pasara el resto de mi carrera aplicando sucesivas simplificaciones y aproximaciones para generar algunas ecuaciones elegantes pero sin solución, apenas un poco más manejables. Eso me llevaría inexorablemente a una vida de profesor, impartiendo una serie interminable de clases en termodinámica y mecánica estadística, generación tras generación, a estudiantes universitarios que estarían aburridos o aterrados con tales materias.

Casi al mismo tiempo, en un esfuerzo por ampliar mis horizontes, me inscribí en un curso de bioquímica y, finalmente, indagué en las ciencias de la vida que tanto había evitado hasta ese momento. El curso fue nada menos que asombroso. Los principios del ADN, el ARN y las proteínas, que nunca antes noté, me fueron presentados en toda su satisfactoria gloria digital. La capacidad de aplicar principios intelectualmente rigurosos para entender la biología, algo que yo había imaginado imposible, se manifestaba con la revelación del código genético. Con el surgimiento de nuevos métodos para juntar diferentes fragmentos del ADN a voluntad (recombinación de ADN) la posibilidad de aplicar todo este conocimiento para el beneficio de la humanidad parecía muy real. Estaba maravillado. Después de todo, la biología tenía elegancia matemática. La vida tenía sentido.«

Decide hacer la carrera de medicina y seguir con sus investigaciones ahora más centradas en el campo de la genética que le llevarían un tanto fortuitamente hasta el proyecto genoma humano. Cuenta algunas de sus esperiencia en su étapa medica: «Algo que me impactó profundamente de mis conversaciones junto a los lechos de esas buenas personas de Carolina del Norte, era el aspecto espiritual de lo que muchas de ellas estaban atravesando. Fui testigo de numerosos casos de individuos cuya fe les daba una fuerte seguridad y paz absoluta, ya fuera en este mundo o el siguiente, a pesar del sufrimiento que, en la mayoría de los casos, les había llegado sin que ellos hubieran hecho nada para ocasionárselo. Si la fe era una muleta psicológica, concluí, debía ser una muy poderosa. Si no era más que el barniz de una tradición cultural, ¿por qué esas personas no estaban alzando los puños contra Dios y exigiendo que sus amigos y familiares dejaran de hablar de un amoroso y benévolo poder sobrenatural? Mi momento más difícil sucedió cuando una viejita que sufría diariamente por una severa e intratable angina, me preguntó qué era lo que yo creía. Era una pregunta válida; habíamos hablado de muchos otros temas importantes de vida y muerte, y ella había compartido conmigo sus fuertes convicciones cristianas. Sentí que mi cara enrojecía mientras balbuceé las palabras «No estoy seguro». Su obvia sorpresa puso en gran contraste un predicamento del que había estado huyendo durante casi todos mis 26 años: nunca había considerado seriamente la evidencia a favor o en contra de la fe

Comienza una etapa de estudio y reflexión: «Ese momento me persiguió durante varios días. ¿No me consideraba a mí mismo un científico? ¿Sacaba un científico conclusiones sin considerar los datos? ¿Podría existir una pregunta más importante en toda la existencia humana que «existe Dios»? Y sin embargo, allí estaba yo, con una combinación de ceguera deliberada y algo que sólo podía ser propiamente descrito como arrogancia, al haber evitado cualquier consideración seria de que Dios fuera una posibilidad real. De repente, todos mis argumentos parecían muy débiles, y tuve la sensación de que el hielo bajo mis pies se estaba quebrando.

Esta percepción fue una experiencia totalmente aterradora. Después de todo, si ya no podía confiar en la robustez de mi posición atea, ¿tendría que asumir la responsabilidad de algunas de mis acciones a las que preferiría no someter a escrutinio? ¿Debía responder a alguien además de a mí mismo? La pregunta era ahora demasiado imperiosa para evitarla.

Al principio confiaba en que una investigación completa sobre la base racional de la fe negaría todos los méritos de creer, y reafirmaría mi ateísmo. Pero decidí examinar los hechos sin importar el resultado. Así empecé un rápido y confuso estudio de las religiones más importantes del mundo«

También le ayudó mucho la lectura «El libro era Mero cristianismo, de C. S. Lewis. En los siguientes días, al pasar sus páginas luchando por absorber la amplitud y profundidad de los argumentos intelectuales expuestos por ese legendario erudito de Oxford, me di cuenta de que mis propios conceptos contra la plausibilidad de la fe eran los de un niñito.» (seguiremos)

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